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Verdades

Judie Bamber, «Mom reading» (2010)

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Dice Danilo Kis:

«yo prefería la verdad pura y dura y humillante (algo que, por lo menos en la literatura, he conservado hasta el día de hoy)» [1].

Y supongo que está bien para Kis, darse a la verdad de la vida y tratar de ponerla sin más en el texto, con matices retóricos y algún tropo que amplifique no acaso el sentido, pero sí la intención; o sea, que intensifique apropiadamente el efecto dramático.

Claro que esto tiene sus contrapartidas, el de verse obligado a la veracidad y, con ella, a las menudencias honorables de lo verídico. Pues que detalles nimios recordados por la memoria férrea no pueden ser(le) escamoteados al lector. Si esa es claro, la intención del autor, como sucede en el caso de Kis.

Y no es que le ponga yo reparos a tal estrategia, pero me parece que eso, de alguna manera, lastra la poeticidad del mensaje.

A veces es mejor no mentir, pero sí fabular (y digo bien: fabular, no inventar), para acabar diciendo una verdad más profunda.

De todos modos, Kis -en un libro posterior- matiza lo dicho, así:

«desde mi infancia he tenido una hipersensibilidad enfermiza y ya entonces mi imaginación transformaba todo rápidamente, excesivamente deprisa, en recuerdo: a veces bastaba un día, un intervalo de un par de horas, un sencillo cambio de lugar, para que un hecho cotidiano, vuyo valor lírico no percibía mientras lo estaba viviendo, quedara coronado por el eco luminoso que normalmente no rodea más que a los recuerdos que han permanecido durante largos años en el potente fijador del olvido lírico. En mi caso, este proceso de galvanoplastia por el que las cosas adquieren un fino baño de oro y un noble depósito de pátina se desarrollaba con una intensidad, por así decirlo, enfermiza» [2].

Dicho de otro manera, Kis museifica instantáneamente sus recuerdos: los pone en vitrinas.

Es, en ese sentido, un vanguardista canónico.

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[1] Danilo Kis. «Páginas de un album de terciopelo»,  del libro Penas precoces. Incluido en Circo Familiar. Traducción de Nevenka Vasiljevic. Ed. Acantilado. 2007. (p. 79)

[2] Danilo Kis, Jardín, Cenizas. Incluido en Circon familiar. Traducción de Nevenka Vasiljevic. Ed. Acantilado. 2007. (p. 157)

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Escribir para ganar una nueva inocencia

Teresita Fernández – «Night Writing» (Installation View)

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1.

Pienso en el grupo de obras de la artista cubana afincada en New York, Teresita Fernandez, y que llevan por título Night Writing.

Para Fernández, la idea es la de crear una serie de poemas visuales, escritos con imágenes, renunciando a insertar partes textuales (comprensibles de un vistazo). Así, habría en ellos una escritura de la noche, del paisaje nocturno.

El lenguaje de la obra así, se manifiesta en la tensión de lo íntimo y lo cósmico, del concepto y de la percepción.

El paisaje nocturno visto como el lugar ancestral en el que los hombres miraban (¿miran?) para adivinar cosas, para adivinarse también a sí mismos.

Algunas de las obras de Fernández traen escritas en Braille determinados pasajes de la literatura clásica (como una suerte de escritura en código, y secreta, hasta cierto punto).

Así, Fernández busca en sus obras ese contacto primordial con la naturaleza al que el arte contemporáneo parece resistirse.

Y es importante que tal indagación, tal intento de re-contactar con la reverberación del hombre en la naturaleza, provenga de una artista conceptual como ella misma, que entiende la obra como investigación, reflexión, pensamiento y reflejo.

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2.

El poeta chileno Felipe Cussen acaba de publicar la miscelánea Opinología (Cumshot, 2012) y que puede descargarse libremente aquí.

Dice en algún momento Cussen (al hilo de Neruda):

«Quizás sería más honesto reconocer que el interés genuino por la poesía suele ser escaso, lo que, a fin de cuentas, tampoco es tan terrible: no puede imponerse el gusto por la poesía, pues nadie ha obligado a los poetas que escriban.»

Quiere decirse con ello que es este un libro de poesía, pero no de poetas. O acaso de la relación del poeta (de Cussen) con la poesía y la pelea por aclararse a sí mismo cuál es el rol que tal relación debería ocupar en la naturaleza del mundo que le circunda y aprisiona (Chile). Pero también de muchas otras cosas, de fútbol, de televisión o de la academia.

El libro es así una recopilación de cartas al director, reseñas, columnas, ensayos y entrevistas publicadas entre 2004 y 2012 en diarios, revistas y sitios web.
Es decir, una escritura pública, pero que, reunida en este volumen adquiere el estatus de poética y, al tiempo, se agencia un tono misteriosamente íntimo, nocturno, confidencial.

No en vano, en su poema «arte poética» escribe Cussen:

«Para mí la poesía es como escribir un diario íntimo.»

Y es por esta razón que los textos, en su claridad expositiva, tienen algo de suicidas.

Me gusta mucho el libro (un libro no nacido sino re-compuesto, por decirlo así), pues se conforma como una suerte de imprevisto dietario; salvaje, envilecido, forzoso, que coquetea también con la estética y la práctica experimental del fanzine.

Habla de la crítica:

«salvo honrosas excepciones, nuestros críticos suman al desinterés la ignorancia de creer que un poema visual no es más que una serie de letras bonitas o dibujitos»

Pero también de la falta de investigación de los escritores:

«mientras muchos pregonan la pérdida de valor social de los libros y critican la escasa capacidad de comunicación del lenguaje, son pocos quienes asumen, más allá de las quejas, la potencialidad que aún esconden las palabras».

O acaso de la poesía experimental:

«Pareciera que el rótulo de “poesía experimental” fuera un sello de calidad incuestionable, lo que promueve la autoindulgencia e impide reflexionar sobre condiciones básicas para cualquier receptor que no sea otro poeta experimental».

E incluso sobre los editores independientes:

3 creencias de las editores independientes
1. Creen que no es necesario acusar recibo a los autores que envían sus manuscritos.
2. Creen que una impresión de mala calidad los hace independientes.
3. Creen que demorarse mucho en publicar los libros comprometidos los hace más independientes.

Me ha hecho mucha gracia que en su texto «Carta abierta a los periodistas culturales de Chile» diga lo siguiente:

«No crean que Ignacio Echevarría es el único crítico español que vale la pena.»

Quizá al lector no chileno le resulten ajenas las referencias a la farándula, a ciertos programas televisivos y las menciones de algunos personajes locales, pero, con todo, merece la pena leer el heterogéneo conjunto.

Del mismo saldrá el lector rejuvenecido, se lo aseguro.

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*Nota, el título del post proviene de una frase de Felipe Cussen, de su artículo «Una nueva inocencia», incluído en Opinología (Cumshot, 2012) [pp 13-15]

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Implementaciones literarias: ¿(in)válidas?

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Está claro que todo en la vida depende del estado de ánimo personal, y que muchos desánimos generalizados conllevan una desidia; esta insidia moral que se nos está atragantando y que amenaza con dejarlo todo arrasado, yermo y despejado (aunque despejado no se sabe bien para qué).

Pero, sin embargo, los desánimos personales tienen, a veces, el efecto de ponerle a uno a la contra de la opinión general.

Y viene esto al caso de ese fervor colectivo en torno al e-book, las narrativas transmedia y lo que se llama -no sin cierta cursilería- literatura expandida.

En este último grupo encontraríamos el ensayo digital de Will Self, «Kafka´s wound» –aquí-, incluído en el proyecto inglés the Space –aquí-, bautizado como «a new way to experience the arts in demand».

Había leído una reseña en The literary platform -aquí– y en la que Kat Sommers decía:

«By the end, I was dimly aware that Self was drawing comparisons with Kafka, the First World War and internet cookies. What was he on about? It no longer mattered. A great cloud of ideas had emerged, and hasn’t dispersed, a day after I closed my laptop.»

Y este supuesto engendro instigador de las mejores inspiraciones y pensamientos fue lo que me llevó a leer el texto (vaya por delante que lo que hace Self no me suele interesar mucho).

Después de haber leído el texto (ensayo digital, lo llaman), la verdad que sí, que se le queda a una esa sensación: una sensación no tanto de irrelevancia como de capricho del pensamiento, de ebullición de ideas que unas a otras se contaminan. Sin embargo, soy incapaz de contagiarme de esa energía y entuasiasmo de Sommers al respecto del material extra o añadido. Y es que no es más que una suerte de addenda o apéndice que, en principio, poco me aporta a la comprensión o mejora del texto. Y ello por una razón muy simple: el material original del que el autor extrae su punto de vista no tiene por qué necesariamente sugerirle nada al lector (a mí). Esto es algo en lo que nadie parece haber reparado.

Siendo además que algunas de las conclusiones (o engarces del pensamiento, digámoslo así) de Self son bastante discutibles, a mí -y aunque en esto haya de contradecir a la opinión general- tanta información añadida me sobra, y acaso me molesta. Se ha de decir, empero, que las notas no interfieren en el texto sino que vienen con una indicación a la derecha (al modo de la nota a pie de página) y que se insertan en ese punto del texto caso de ser requeridas por el usuario mediante click.

Esa sensación incontrolable de que me pongan más cosas delante de las que quiero me produce cierta incomodidad. Y es que teme uno que si no da al click en el icono algo se estára perdiendo. Pero no.  Sucede que al segundo o tercer clic ya te das cuenta de que aun sabiendo que las notas no te van a interesar, sin embargo, el efecto indeseado de una leve ansiedad sigue presente.

Pero, en fin, dos cosas han de decirse en favor del proyecto. a) que es gratis (accesible pues para todo el mundo) y b) está financiado por el Arts Council England y la BBC, y en el caso específico de Self tienen como partners a la London Review of Books y la Brumel University of London (es decir, a Will Self le han pagado por el texto). Ambas cosas, teniendo en cuenta el estado y la calidad de la cultura digital en España -y lo que vendrá- merecen ser tenidas en cuenta.

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Cosas que -acaso sólo- suceden en verano

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Cuenta Sergio Galarza en la revista La sueltaaquí– su experiencia en Estados Unidos de cuando era un adolescente en un texto que lleva por título «Un verano en Idaho». Así comienza el breve texto memorialístico (o acaso, mejor, nostálgico, como él mismo lo define):

«El año 2000 viví cuatro meses en un pueblo de Idaho llamado Sun Valley, a quince minutos de Ketchum, otro pueblo, donde pocos saben que está enterrado Hemingway.»

Lo interesante del caso es que finaliza el texto de la siguiente manera:

«Quiero volver a Ketchum algún día, de verdad, y decirles a los que quedan, que ahora son personajes en algunas de mis historias. ¿Les importará?

O quizás sea mejor pasar de largo como la mayoría de coches de la carretera.»

En mi opinión, es mejor pasar de largo, y quedarse apenas con esa emoción nostálgica. De ahí, creo yo debería surgir la literatura: de esa parte que queda en la memoria y que, strictu sensu, nada tiene que ver con las personas reales -físicas, cambiantes, singulares- de las que apenas partió un sedimento para el recuerdo, que es ya creación posterior del sujeto escritor.

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Encuentros imprevistos

 

1.

Hablábamos ayer de Rilke, y de sus elegías.

Y merece la pena que cuente de qué modo me encontré por vez primera con Rilke.
Creo que no tendría más de doce o trece años y que mis padres nos llevaban a mí ya  mis hermanos con ellos cada sábado a realizar la compra semanal en un megasupermercado (Un Carrefour). Yo siempre me desligaba del trajinar maquinal de los pasillos y me escapaba a la zona de libros y discos y casi siempre volvía defraudo, medio deprimido, o directamente enfadado.

Sin embargo, un día, un día cualquiera de ese invierno de mis doce o trece años, dios sabe de dónde el Carrefour había sacado a la venta un buen montón de libros medio de saldo, libros que seguramente anidaban en el polvo y el olvido y que algún directivo despistado habría comprado sin saber bien qué es lo que compraba.

Entre esos libros, aturdido, estaba Cartas desde Ronda, de Rilke.

Y lo compré (por un precio realmente irrisorio).

*

2.

Los viejos del lugar ya sabrán mi fascinación por el poeta provenzal Frederick Mistral y, en especial, por su hermoso libro Mireio.

Pues bien, leyendo estos días Cartas del verano de 1926 (Minúscula, 2012), encuentro que en una de las cartas que Rilke escribe a Marina Tsvietáieva (fechada el 28 de Julio de 1926) lo siguiente:

«(Tú eres una gran estrella.) Recuerdas cuando el joven Tycho Brahe, que entonces no se dedicaba a la astronomía, era estudiante de la Universidad de Leipzig, habiendo venido a pasar vacaciones a la hacienda de su tío… descubrió que (no obstante Leipzig y los estudios de jurisprudencia) conocía tan bien el cielo, tan de memoria (piensa: il savait le ciel par coeur), que bastó una simple mirada de sus ojos más distraídos que concentrados para regalarle una nueva estrella en la constelación de Lira: su primer descubrimiento en el mundo de las estrellas. (Y ¿no es cierto, o quizá me equívoco, que precisamente esa estrella, Alfa, de la constelación Lira, visible de toute la Provence et des terres méditerranéennes es la que ahora está brillando y se llama Mistral? Y quizá, para que nosotros pudiésemos creer firmemente en nuestro tiempo, hacía falta una cosa semejante: ¿un poeta llevado a las estrellas?» [las negritas son mías]

La referencia que hace Rilke, cuando dice que esa estrella que brilla se llama Mistral, es precisamente al poeta provenzal Frederick Mistral, uno de los autores más queridos aquí en La soledad del deseo.

*

3.

Sirva esto para dejar claro que la intrepidez de toda búsqueda se colma en sí misma, en la provisionalidad intermitente de su gesto, y que, en resumen, de nada es garantía. Que las cosas que han de llegar a nuestra orilla, finalmente siempre arriban, del modo más imprevisto e informal; y fructífero.

*

4.

Hay unos versos del poema de Tsvietàieva «Tentativa de habitación», escrito para Boris Pasternak, que lo dejan bien claro; dicen así:

«No planees, no preveas.

Todo surgirá».

*

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ADDENDA:

El próximo septiembre tendrá lugar en Ronda, en el convento de Santo Domingo, la exposición «Un siglo de huéspedes en Ronda. La huella de Rilke». La misma contará con los fondos pictóricos del Hotel Reina Victoria (donde estuvo alojado Rilke), así como una recreación de la habitación 208 del hotel, que es en la que Rilke estuvo hospedado.
+ info: aquí y aquí.

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En favor de la invención

Escribe el novelista y cuentista norteamericano Richard Ford:

«nunca es posible remontar las conexiones verdaderas hasta su origen, porque sólo existen en esa turbia y silenciosa, aunque fecunda, noche interestelar en la que reinan el impulso, la asociación libre, el instinto y el error» [1].

Se refiere Ford al intento abocado al fracaso de trazar los orígenes de la escritura.

Es cierto que puede que hayan indicios, alguna pista, aproximaciones, pero todo aquello que queda escrito sobre el papel y tiene algún valor, siempre proviene de alguna zona misteriosa, de un punto de equilibrio inestable en el que la tensión de lo que el escritor quiere decir y lo que quiere ser dicho confrontan abiertamente sus razones, llegando a un acuerdo que a ninguno de los dos satisface.

Es esa misma incomprensible razón la que ahora me embarga, (re)leyendo las Elegías del Duino de Rilke y tratando de hallar alguna pista en fotografías y vídeos que encuentro por Internet del castillo de Duino;, sabiendo que mi tarea está abocada al fracaso.

Richard Ford concluye su razonamiento así:

«En mi opinión, no creer en la invención, en nuestros poderes de ficción, sino pensar que todo es rastreable hasta sus orígenes […] es una receta segura para acabar en las borrascas de la decepción y un pequeño pero innecesario reproche a la capacidad salvadora de la humanidad para imaginar lo que podría ser mejor y luego, con sana esperanza, buscarlo» [2].

«Ninguna cosa es ella misma», sentencia Rilke en la Elegía Cuarta.

Sea, pues.

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[1 & 2] Richard Ford, «¿De dónde viene la escritura?», incluído en Flores en las grietas, autobiografía y literatura. Ed. Anagrama, Traducción de Marco Aurelio Garmarini. Barcelona. 2012. (pp. 185 & 189)

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Un apunte -más o menos rápido (y enconado)- sobre lo que entendemos por cultura

Raffi Kalenderian, «Self-portrait» (2008)

Recuerdo cómo en cierta ocasión, y me refiero a un evento público (a un curso de extensión universitaria, para más señas) y frente a cierta algarabía que se había montado por la supuesta indignación de algunas personas ante lo que era o no era arte, o lo que -mejor dicho- debería considerarse arte contemporáneo, recuerdo, ya digo, que David G. Torres dijo «yo creo en esto».

Se refería a la cultura.

Dijo: «yo creo en la cultura». E implícito en su declaración venía el hecho de pensar que  si no hacernos mejores, sí al menos tornarnos mas críticos, que éste es el efecto que el arte vendría a producir en el ser humano.

Traigo esto a colación no porque me resultase llamativo que Torres dijera tal cosa, sino por la incredulidad que supone tener que oír como alguien se ve en la obligación de profesar tal acto de confesión pública.

Y me he acordado de esto al enterarme del comunicado SOS –aquí– de la librería Robafaves de Mataró en el que solicitan -bajo la forma encubierta del mecenazgo- 250.000 euros (sí, un cuarto de millón de euros, ahí es nada) para hacer frente a sus innumerables deudas.

Sucede que existe una praxis bastante perversa en el mundo de la cultura y que resumiéndola mucho consiste en lo siguiente: cuando la cultura se quiere presentar como negocio, el beneficio se concentra en las manos de unos pocos, pero cuando la cultura se convierte mágicamente en ocio no solo deviene propiedad -inmaterial, claro- de una multitud, sino que tal multitud ha de poner dinero de su bolsillo en aras de los beneficios magníficos que la cultura supuestamente proporcionaría al ser humano.

Sin menospreciar -en absoluto- los logros y méritos de la librería Robafaves (a la que se le han concedido importantes premios por su difusión de la lectura), merece la pena llamar la atención sobre un punto clave de este llamamiento suyo «a la complicidad».

En los momentos de expansión (la librería fue co-propietaria de la libreria Catalonia, justo al lado de Plaza Catalunya en Bcn y fundó junto a la cooperativa Abacus el espacio Actúa en Mataró) no se tomó en consideración la opinión de nadie que no fuese socio de la cooperativa (lo cual resulta bastante lógico). Sin embargo, cuando vienen los problemas, problemas que no parecen ser debidos a la falta de liquidez o a la imposibilidad de tener un buen stock (aunque también) e incluso al descenso de las ventas en el sector del libro (que sí, que también), sino que provienen justamente de las deudas acumuladas del espacio Actúa (que según confesión de lo propios cooperativistas dio pérdidas desde el primer día) y que se deben al afán expansionista (verbigracia, lucrativo) se propone como medida de salvación el llamamiento popular.

Es decir, que cuando una cooperativa (formada por socios trabajadores) tiene afán de expansión mercantil (y, por tanto, de aumentar el lucro económico; intención que, en principio, sería antitética a la base fundacional de su constitución) funciona como una empresa más, pues todo bien, sin problemas; sin embargo, cuando dicha cooperativa tiene problemas graves (por causa justamente de un endeudamiento hiperbólico) resulta que se nos presenta bien parecida a una suerte de asociación filantrópica y se pide a los consumidores (que ahora ya no son consumidores sino «cómplices»; nótese el eufemismo) deben hacerse cargo de tal empresa fallida en base al mecenazgo; una inversión elefantiásica en la que no tienen ni tuvieron voto ni participación, pero de la que ahora deben pagar, como comúnmente se dice, «los platos rotos».

Esta trampa del capitalismo emocional que sucede en el mundo de la cultura (y valga el caso de Robafaves no más que como uno entre los miles de ejemplos que existen) es ya endémica y no parece que Internet haya venido a solucionarla. Porque permítanme extender el razonamiento a las empresas culturales más populares en la red: las revistas literarias y/o de cultura.

Prácticamente la totalidad de ellas no pagan. Pero con matices.

Es decir, no pagan a los que escriben justamente porque creen en la cultura, porque piensan que es bueno para la gente, que les hace críticos y, en el fondo, más libres. Pero sí pagan a determinadas firmas que ya venían publicando (y cobrando) en los medios convencionales del papel.

Por supuesto, huelga decir que los directores, maquetadores y la secretaria (siempre hay una secretaría, vaya Vd. a saber por qué, y normalmente tiene algún vínculo de parentesco o emocional con el director) de tales revistas sí les pagan (o mejor dicho, se auto-remuneran), cómo no, pues como podrán ver (y a poco sean un poco perspicaces ya sabrán a qué cabeceras me refiero) la publicidad está presente en tales páginas. Y el anunciante, por supuesto, paga. Sea poco o mucho eso resulta improcedente.

A partir de un euro ya estamos hablando de dinero y, por lo tanto, de afán de lucro.

Decía Trapiello en algún lugar de sus diarios que hay cosas que sólo se pueden escribir gratis y que hay otras que sólo se pueden escribir por dinero.

Yo creo en eso.

No tengo ningún problema en admitir que ciertos textos sólamente deberían escribirse desde la libre gratuidad y el compromiso con la cultura. Ahora bien, tal compromiso debe ser respetado por todo el mundo. No es posible que los que creamos en la cultura hagamos ciertas cosas de manera absolutamente altruista mientras haya alguien que esté poniendo la mano y aprovechándose de tal altruismo (sea por la vía de la subvención, la publicidad o la venta de ejemplares).

La cuestión aquí es de nuevo la misma: en el momento en el que los ingresos por una actividad se multiplican, no se reparte de manera solidaria, sino que quedan concentrados en las manos de unos pocos (y dicho de manera más clara, normalmente el sustento de esos pocos se consigue gracias a la colaboración desinteresada -o esclavismo, según se mire- de unos cuantos muchos) . Sin embargo, cuando a tal actividad relacionada con la cultura (y aquí hablamos de revistas) no les va bien con los ingresos, se pide la colaboración desinteresada de los escritores apelando a los beneficios de la cultura (o peor, a esa supuesta e incalculable «visibilidad»), e incluso, a veces, se llega al punto de pedirles directamente dinero, bien como donación, bien como suscripción (lo cual, queridos, es producto de la desvergüenza más infame que he visto en mi vida).

En fin, que sería bueno que nos pusiésemos de acuerdo sobre a qué nos referimos cuando hablamos de cultura y a qué nos referimos cuando hablamos de negocio. Y que tengamos claro que sí, que ambas cosas pueden estar relacionadas (deben estarlo, más bien), pero que aquella no puede pagar los cristales rotos de este. No, al menos, basando el argumento en una apelación mostrenca a la magnanimidad del espíritu.

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Algunas consideraciones sobre el futuro de la literatura

1.

Leyendo el suplemento que trae la revista Cuadernos del matemático del mes de junio de 2012 (nº 48) y que está dedicado a la poesía saharaui actual, encuentro un poema que me llama –en particular- la atención.

Se trata de una composición de Liman Boisha y lleva por título La poética que se perdió.

Es breve, y dice así:

“Muchos versos se perdieron, / bajo las jaimas, en la intemperie, / entre los pastos o el barro. / Y el torrente oral no desembocó / en el mar de los libros, / se tornó memoria frágil, / que en parte asesinó, / sin contemplaciones, la televisión”.

2.

Y en otro suplemento, esta vez en el Cultura/s de la Vanguardia (nº 522), me encuentro con una nueva sorpresa. Un artículo de Luis Landero y que lleva por título Fumaroli, el champán de la cultura francesa, en el que éste escribe:

“Porque no basta con ser erudito, haber leído mucho, tocar diversos temas, tener capacidad de síntesis: se necesita sobre todo un gran estilo. La voluntad de estilo es algo que hoy día hemos dejado de lado y que para mí y para algunos otros que aman la literatura sería ya de por sí un motivo para leer a un autor. Si encima del buen estilo tiene cosas que decir, entonces es ya un autor completo” (p. 15)

3.

Pensando en todo esto, vengo a reflexionar sobre cómo enfrentar la (des)localización sentimental y el desarraigo estético. Cómo conseguir una identidad narrativa que no quede dispersa y aplastada y que no parezca una copia clónica de ese universal idéntico y regularizado por los mass media y las mal llamadas narrativas de género.

Dicho en otras palabras, ¿es posible mantener –y continuar con- la idea de la República de las Letras europea?, ¿acaso vuelven con fuerza las literaturas nacionales?, ¿el grand style es un acto de soberbia o de nostalgia?, ¿la homogeneización estética es apenas un estado de tránsito hasta que se (auto)regule de nuevo el sistema artístico o el único modo posible de sobrevivir al mercado?, ¿realmente es el mercado quien debe dictar el gusto, o acaso quien lo dicta efectivamente?, ¿este mundo de sombras y de fantasmas en el que vivimos hoy, este caos indolente, es de veras un avance o no es más que una regresión a un primitivismo snob?, ¿y es esta precariedad que hoy nos asola un eco débil consecuencia de la narrativa de la paranoia de los sesenta o acaso un mero distractor que viene promovido, difundido y alimentado por una política del miedo que pretende que nada cuestionemos?

4.

Reflexionando sobre todo esto me encuentro con la noticia de que el escritor Scott McClanahan, tras haber publicado tres libros y tener tres más en prensa, ha decidido dejar de escribir.

Dice: «he llegado a un punto en el que ya me aburro. Estoy cansado de hablar sobre la muerte de la escritura».

Es por ello que ha decidido cambiarse a un nuevo modo de creación artística: el vídeo.

Y propone una serie de reglas para todo aquel que quiera seguirle en la tal nueva empresa:

  1. No más discusiones sobre el sonido de las frases. Abstente de usar la palabra «acústica».
  2. Basta de quejas sobre lo mucho que te está costando escribir una novela. A nadie le importa.
  3. Hemos dejado de ser las ligas menores. Y tenemos que rehusar unirnos a la liga de los Jonathans [Franzen] y Jeffreys [Eugenides], de los libros de tapa dura y gafas gruesas. Son unos perdedores. Sus compañeros de primaria lo supieron antes que tú.
  4. Una cámara cuesta unos 200 dólares. Si no tienes suficiente dinero, escríbeme y ya te conseguiremos alguna (incluso si tenemos que robarla). Las cintas para grabar cuestan 9 dólares cada una.
  5. Siéntete libre de ser tú mismo. Examinemos nuestros rostros. Investiguemos nuestros ojos.
  6. La regla nº 6 queda excluída por razones legales.
  7. Puede que estuviese borracho cuando escribí estas reglas, así que discúlpame.

La primera demostración empírica del asunto es el monólogo del siguiente vídeo:

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No sé Vds. pero a mí no me acaba de convencer. Prefiero seguir pensando sobre el futuro de la literatura.

+ info: aquí.

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Sobre el entusiasmo

Escribe en el último número de La Jornada Semanal (20-Mayo-2012) José María Espinasa lo siguiente:

«Hay críticos, invadidos por el resentimiento, que creen que el entusiasmo es un lastre para su labor y han perdido la capacidad de celebración. Creen que su labor es hacerla de policías literarios y terminan tiñendo su incomprensión de rigor moralista para disfrazar su insensibilidad ante el texto, y dicho sea de paso, ante el entusiasmo».

En la columna, que lleva por título «Nostalgia del entusiasmo» –aquí-, se lamenta Espinasa de que hoy -tristemente- los lectores se dejan guiar por la publicidad y no por la fe y la confianza en el magisterio de un autor  o por el canto prófetico y festivo de los así llamados críticos literarios.

Me parece a mí que Espinasa acierta, pero errando el tiro. Es decir, que lo que hoy nos sobra es entusiasmo, pero un entusiasmo negativo que se convierte en maldad, encono y, eventualmente, en odio. Me refiero, eso sí, a ciertos lectores, analistas y críticos de Internet.

Y al respecto de los críticos de los periódicos y su insensibilidad tácita, creo que no hay mucho que añadir, pues como vulgarmente se dice, «les quedan dos telediarios»; así, es natural que defiendan con uñas y dientes su protectorado. Pero no tanto (creo yo) por resentimiento cuanto por temor. Así, han encontrado que un modo rentable de mantener su chalet con jardín y piscina es la tibieza. El objetivo es claro: no llamar la atención para que nadie repare en ellos y no tenga que poner(se) en cuestión su validez, pertinencia o relevancia. La clave es no levantar sospechas sobre sí, y ya se sabe que el entuasiasmo es contagioso y/o ofensivo. Por ello, mejor no buscar el relumbrón de los focos, piensan.

En mi opinión y a estas alturas tal debate es ya puramente pírrico.

Soy de la opinión de Peio Aguirre quien dice –aquí– que » Internet es un magnífico lugar para el fluído vírico». Lo mismo que, con otros argumentos viene a defender Alberto Santamaría -aquí-, al decir -con cierta reticencia- que «Internet no es el problema, todo lo contrario: puede que incluso (no lo sé) sea la oportunidad para la crítica».

Aprovechémoslo pues, pero eso sí, con la pasión de quien admira (y por eso reflexiona, teoriza e indaga) y no con el enardecimiento de quien oculta intereses personales.

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La escritura (in)interrumpida

Muy al principio del quinto tomo de sus diarios, que se corresponden con los años 1998-2000 y que fueron publicados en 2006 bajo el título de La escafandra (Ed. Destino), deja dicho lo siguiente José Carlos Llop: “Esta tarde estaba escribiendo mi artículo semanal para el periódico. Ha sonado el teléfono. Cuando uno escribe, siempre acaba sonando el teléfono” (p. 17). Pero luego, un poco más tarde, matiza: “El teléfono es el cordón umbilical de los afectos. Cuando un teléfono deja de sonar, es que nadie ama a su propietario” (p. 21).

Deberíamos hoy sustituir el teléfono por los mails, menos ruidosos e intrusivos. Pero, sin embargo, igualmente distractores. Pues lo que de un mail nos provoca impaciencia y nos obliga a detener el trabajo y a (des)concentrarnos ni siquiera es el mismo mail, sino el deseo de su presencia en nuestra bandeja de entrada.

Si al levantarnos por la mañana no encontramos una buena decena de mails pendientes (así sean de propaganda o suscripciones de un blog o novedades editoriales o anuncios de presentaciones o saraos diversos) pues nos entra como una desazón tremenda. A mí me sucede, el menos. Pero tal buena decena de mails mañaneros, contra contentarnos para el resto del día, nos aturde, pues su presencia temprana alienta en nosotros la esperanza de que a estos mails corporativos o impersonales les sucederán otros íntimos, de implicaciones individuales y con proyectos, propuestas o sugerencias exclusivas, para nosotros; para nosotros y para nadie más.

Pero, claro, no es lo que suele suceder. O no, al menos, a mí. O no, al menos, con la frecuencia que yo desearía (o que creo desear).

Así, lo que sucede, es que en las largas horas de la noche, mientras uno escribe, alejado del mail y de Internet, habiendo puesto todas las vallas, trabas y obstáculos que ha sido capaz uno de disponer entre su actual dedicación laboriosa a la escritura y el deseo, la esperanza y la ilusión de algún mail nuevo, el tranquilo equilibrio de la madrugada, vencido al silencio ecuánime y pausado, se rompe. Por alguna razón, la que sea, se nos rompe. Y allá que dejamos lo que estamos haciendo y nos vamos, cada poco rato, a comprobar el mail de nuevo, por si en un descuido hubiese arribado ese tan ansiado mail que nos transmite los afectos de las personas por nosotros queridas y que viven a una distancia insuperable, distancia que –claro está- no permite los encuentros personales.

Pura y perentoria nostalgia del presente (de ese mail que está pero no está, ese mail incorpóreo que se nos anuncia por virtud de nuestra ingenua esperanza, la de sentirnos –la de querer sentirnos, mejor dicho- en todo momento en la mente y los afectos de los otros).

Quizá, en el fondo, igual no sea siquiera una cuestión tecnológica, sino más bien la tragedia de tener que poner siempre a prueba nuestros afectos, como si la velocidad en la que vivimos nos alentara el miedo de pensar que, de distraernos un momento en algo que sea privado y ajeno al mundo exterior, se habrá provocado una fractura irrevocable en nuestra relación con el mundo y los demás se habrán olvidado de nosotros, para siempre y de manera fatal.

El miedo de que la soledad de la escritura se nos torne crónica y se nos cuele en todos los ámbitos de la vida, será, supongo.

O quizá, en el fondo, lo único que quería decir de una manera ciertamente alambicada y elusiva, es que todo, absolutamente todo, (con)tiene la potencial amenaza de distraernos de la escritura.

Igual por eso deseamos con tanto ardor que nos envíen muchos mails, para poder tener la excusa de contestarlos, para al menos escribir algo (y poder sentir que sí, que estamos escribiendo), ya que –de repente- nos hemos quedado bloqueados en nuestro trabajo de ficción y nos damos cuenta de que llevamos más de cinco horas y no hemos sido capaces de avanzar siquiera más allá de unos frágiles párrafos inconexos. Párrafos que, encima, ya no van a leer sino los enanillos alborotadores que habitan la papelera de reciclaje de nuestro portátil.

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Escribir a la intemperie

En su memoir Relato de mi vida [Lebensabriss], Thomas Mann, que se halla a mitad de la composición de lo que será José y sus hermanos y le acaban de conceder el Nobel de literatura, escribe al respecto de unas vacaciones que estaba tomando en el mes de agosto de 1929 en el balneario de Rauschen, en Samland, en el Báltico; dice lo siguiente:

“Yo pensaba que no podría trabajar al aire libre. Cuando escribo necesito sentir un techo sobre mi cabeza para que mis pensamientos no se diluyan en ensueños” (p. 63)

Sin embargo, de inmediato cuenta que decidió trasladar su trabajo de escritura a la playa y nos dice cómo allí “garrapateando sobre las rodillas”, con su asiento de mimbre muy cercano a la orilla (llena de bañistas), “teniendo ante los ojos el abierto horizonte, que continuamente era cortado por paseantes, en medio de personas que se divertían, rodeado de niños desnudos que [le] quitaban los lápices, ocurrió que, sin [él] quererlo, de la anécdota [le] brotó la narración, del simple relato salió la narración espiritual, de lo privado surgió el símbolo ético”.

A lo que se refiere Thomas Mann es que él había pretendido concentrar su trabajo (en vacaciones) en algo liviano, en transcribir una anécdota personal sucedida en Forte dei Marmi, cerca de Viareggio, así como una serie de impresiones del lugar. En fin, realizar no un trabajo lateral o liminar, sino darse a la tarea de buscar lo que él llama “intermedios improvisados” sobre los que deja abierta la posibilidad de ser incluidos en la novela central a la que dedica la mayor parte de sus esfuerzos, su talento y disciplina.

Estaba pensando hoy en esto, porque parece que la única travesía viable para el blog parece ser hoy la crítica brutal y desmañada, el comentario esteticista o el diario más o menos veraz de una vida en eterno estado de catatonia postadolescente.

Sin embargo, en mi opinión, puede el blog cumplir perfectamente esa función de intemperie, de ser un espacio privilegiado al borde de una orilla fresca, por la que corre suave la brisa marina, y cuya calma está en constante amenaza de interrupción por causa de toda clase de desnudeces, de ladronzuelos pícaros y juguetones, también. Y aquí estamos nosotros, con nuestros intereses privados que, tal vez, no importen más que a nosotros mismos. Pero, sin embargo, puede que en una de esas, sentados al borde de la velocidad del hiperespacio, un pequeño revuelo, una sacudida ínfima de algún flujo de datos que nos despeine el flequillo, nos dé la clave para advertir esa ética de la colectividad que corretea juguetona entre una nube de espumas.

Ésta es, sin ninguna duda, la esperanza que aquí me trae, cada vez, y la que alienta mi extravagancia de estar sentado aquí, en mi inestable silla de mimbre, en el medio de esta eterna fiesta veraniega llena de niños vocingleros que es la Internet, cuando todo aconseja buscarse parajes menos concurridos y más salubres.

*

Relato de mi vida. Thomas Mann, seguido de El último año de mi padre, de Erika Mann. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial. Tercera edición. Madrid. 1984.

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Los lugares de la memoria

Una de las revelaciones vitales de las que da cuenta Paul Auster en su Diario de invierno (Anagrama, 2012) es la de descubrir que “podías apañártelas con casi nada, y con tal de que fueras capaz de escribir, te daba igual el sitio en el que vivieras” (p. 85). Tal aseveración no deja de ser verdadera, pero, sin embargo, no es menos cierto que, como el propio escritor sugiere contando una anécdota vivida a los 14 años, y que le hace olvidarse de su rostro de hombre blanco al andar trabajando un verano en Jersey City con negros, el contexto hace la identidad (p. 176), pues no somos sino reflejo de los otros que (nos) miran.  A este respecto, uno de los recursos más originales e interesantes de Diario de Invierno es que Auster recurre a un listado pormenorizado de las diversas casas en las que ha habitado.

Conforman la serie un total de veintiún domicilios permanentes (sin contar estadías de profesor o writer in residence en diferentes universidades, así como las breves estancias en el extranjero o las vacaciones): Nueva Jersey, Columbia, Manhattan, París, Var, Berkeley, Stanfordville, Brooklyn y Vermont son los lugares que ha venido habitando. Lo primero que a mí me llama la atención es que se acuerde no sólo de las calles donde se hallaban los apartamentos, casas o habitaciones, sino incluso el número exacto. Auster nos describe arquitectónicamente los lugares y sus aledaños, y también parcela perfectamente cada época de su vida en la que vivió en cada uno de los lugares (número de meses o años, edad) como si se tratase de cajas de una mudanza con la indicación sobre su contenido clara en el exterior. Amores y desamores, estudios y trabajos diversos y, lo más importante, la escritura. Nos dice dónde y cómo comienza su primera novela, sus primeros poemas, sus traducciones, etc aunque, desgraciadamente, no lo hace de una manera sistemática ni exhaustiva. Al recuento de los espacios habitados, no obstante, le dedica Auster la nada desdeñable cifra de cincuenta y ocho páginas (pp. 67-125).

Sobre el trabajo de escribir dice Auster que en el momento en el que escribe –y ha escrito todos sus libros- el único espacio que ocupa es el de la página que tiene delante de la nariz, que los cuartos y las habitaciones en las que se ha sentado a lo largo de los últimos cuarenta años, le resultan invisibles (p. 116). Siendo cierta tal aseveración, cualquiera que más o menos haya seguido su trayectoria y guarde en la memoria los lugares en los que transcurren sus novelas, se dará cuenta de que, a pesar de que puede que en el momento efectivo del trabajo (cuando aparece la música de las palabras) resulten irrelevantes las coordenadas geofísicas en las que se encuentre, no son – ni pueden ser- descartables las coordenadas psicogeográficas. Y es que la gran mayoría de los espacios que Auster nos describe en Diario de invierno como habitados en diferentes fases de su vida aparecen de un modo u otro en sus novelas.

Siendo así la cosa, uno le pediría a cualquiera de esos investigadores académicos ocupados en la obra de Auster que se dedicase a un estudio detallado de los lugares habitados por el escritor y las novelas que surgieron en tal o cual momento de su vida y el lugar en el que fueron escritas. Es decir, sería magnífico que alguien se tomase el trabajo de relacionar la escritura con los lugares que refleja esta misma escritura (pues en el caso de Auster hay un fuerte componente experiencial) para tratar de comprobar dos cosas: primero, si el contexto afecta a la escritura de un modo en el que el escritor desconoce (pues operaría de manera inconsciente) y se puede dar el caso de que un escritor sea capaz de escribir –sin poder remediarlo, al no hacerlo conscientemente- sobre su contexto más cercano (lo cual demostraría que no se escribe con la imaginación o la memoria, es decir, que no habría escritura inmanente, sino que se produciría una suerte de diálogo –subliminal- con el entorno) y en segundo lugar, ver si el estudio demuestra lo contrario, si solamente se puede escribir desde la memoria, o sea, que los lugares solamente pueden ser apresados -artísticamente- una vez que han desaparecido de nuestro alcance inmediato y habitan ya de manera privativa (e ideal, claro; libres para fantasear en y sobre ellos, pues) en nuestro recuerdo.  En el caso de que no se pudiese demostrar una preeminencia efectiva de cualquiera de las dos posibilidades, sería igualmente interesante descubrir de qué modo ambas dialogan, debaten, pelean o se alían.

Dicho queda.

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Dibujos animados

Nicolas Party, "Dinner for 24 Elephants" (2011)

1.

Veía estos días el brechtiano documental de Joaquín Jordá El encargo del cazador. No sé qué hubo antes en mi relación con Jordá. Y es que recuerdo cuando la Filmoteca de Catalunya programó hace no demasiados años (quizá hace un par) un ciclo completo de sus documentales. Pero algo se me resistía. No sé bien qué. Sus problemas con el lenguaje (de los que huía como al diablo, quizá por temer el contagio), el haber oído hablar de él a las personas inadecuadas, el rechazo visceral que me producen algunos de sus temas; el de la pederastia en el barrio chino, particularmente… quién sabe, es difícil acertar motu propio con la obra de arte.

Por esa razón, suele ser la obra de arte la que nos encuentra.

Así sucedió este fin de semana pasado para mí con El encargo del cazador. Aunque no es menos cierto que la llegada del documental a mi ribera, vino de la mano de Alberto Villamandos y de su libro El discreto encanto de la subversión (Laetoli, 2011). El análisis que hace Villamandos de la cinta no solo es primoroso sino iluminador, sin embargo, leyendo este mismo fin de semana también Dibujos animados (Anagrama / Compactos, 2012) de Félix Romeo (libro con el que me ha pasado lo mismo que con Jordá) se me ha hecho presente de nuevo ese modo en el que las obras dialogan necesariamente entre sí (conspirando, de alguna manera, contra la tradición individual) y forman parte de constelaciones que, una vez formadas en la psique, se le vuelven a uno ineludibles a la hora de abordar otras nuevas obras. Y es que igual que el personaje/narrador innominado de la novela de Romeo, Jacinto Esteva, protagonista de El encargo del cazador, cineasta de la escuela de Barcelona, perdido en África en los años 70 y en el alcohol y en las drogas después, atraviesa un camino de soledad y depresión que le conduce a convertirse en una caricatura de sí mismo, en un parodia: en un dibujo animado, pues.

Lo mismo sucede, como he dicho, con el protagonista de Dibujos animados, un personaje atrapado en el terreno de la posibilidad, en un infantilismo fundamentado en su carencia (por temor y miedo, entiendo uno) de objetivos plausibles. Un personaje confinado en su pasado, del cual quiere huir, pero no puede. Un pasado que quiere borrar, porque “cada vez el pasado es más grande […] es como una piedra en el centro de la cabeza” (p. 60).

2.

Así se  nos define el protagonista de la novela de Romeo:

“Los peces no tienen secretos. Ni guardan secretos. Yo miraba los peces de los donuts. Me gustaba mirar los peces después de meterme cola. Era la mejor manera para estar en ningún sitio” (p. 97).

La línea principal del argumento de Dibujos animados guarda un subtexto narrativo que tendría que ver con una segunda línea argumental; línea que es, por definición, inagotable. Se trata los dibujos animados que dan en la televisión, pero, más concretamente, los de Coyote y Correcaminos. Romeo juega con la yuxtaposición de significantes, y así poco a poco ambos se van contagiando. “Sólo soporto a los animales de la Warner” (p. 25), nos dice el protagonista bien al principio, rehusando lo real de la vida y cayendo cada vez más en la neurosis repetitiva del formato narrativo de las series de dibujos animados. En este sentido, guarda cierta armonía con la vida de Jacinto Esteva, tal como nos la cuenta Jordá. La de alguien que opta por la teatralidad de su vida, por representar el papel de divino Peter Pan chapoteando en una ciénaga de alcohol, ansiedad y neurosis. Un viejoven a quien tanta memoria le deja la voz ronca, quebrada y dubitativa. Un viejoven que, de tanto repetirse, ha perdido el referente y es ya calco de no se sabe qué, eco lejano de ese personaje colectivo que fue la gauche divine.

3.

La escritura de Romeo no es una escritura lacónica, sino concentrada, epifánica. Instantes sentenciosos, divertidos, absurdos, incomprensibles, pero contados con cierta suficiencia, con la descarada usura del superviviente, del que sobrevive un segundo más a su destrucción meditada, consentida y final.

El cine de Esteva, tal como se ha repetido tantas veces, no es un cine que cuente historias ni que se ciña al argumento. Es más bien un cine de instantes, de sensaciones apresadas por la cámara, sentimientos particularmente vinculados a la soledad de la infancia. “Estábamos solos incluso en nuestros sentimientos” (p. 64) dice el protagonista de Dibujos Animados sobre esa indefensión pre-púber.

4.

El encargo del cazador es de 1986 y Dibujos Animados se publicó originariamente en 2001. Si en la cinta de Jordá el protagonista se parodia a sí mismo y acaba siendo una caricatura de lo que fue, los personajes de Romeo se mimetizan al modo de actuar del cómic infantil: piensan en el presente eterno y discontinuo de los dibujos animados (con breves incursiones al pasado, al modo de la viñeta aislada, igual que un fotograma descartado). El padre del protagonista de Dibujos animados ha sido expedientado y suspendido de empleo y suelto durante ocho meses en su trabajo (un trabajo asquerosamente real) de policía. A partir de ese momento se queda en casa, todo el día sentado en el sofá, viendo todo, lo que sea que echen en televisión. Llega un momento que no hace más que repetir “y no olviden vitaminarse y supermineralizarse”. La madre del protagonista, por su parte, “se comía las migas y las cortezas de pan que habían quedado en la mesa […] como Piolín” (p. 132). El protagonista dice con la voz del gato Jinks “Mardito roedore” (p. 132).

El leitmotiv de la novela de Romeo se puede encontrar aquí:

“el deseo es así, uno se pega toda la vida esperando algo y cuando ese algo llega la vida se te queda como rota” (p. 21).

La novela finaliza con un accidente de coche, con el 124 de Ramón y que deja al conductor “como Coyote después de ser aplastado por un tren” (p. 133). El deseo, pues, de que la vida sea igual que los dibujos animados se consuma. El pasado desaparece, de una vez.

Pero lo que entra en juego es la muerte, real para Ramón y simbólica para el protagonista de la narración.

“Todo lo que se parecía a la vida se parecía a la muerte y eso me reventaba” (p. 17), nos ha dicho el protagonista al comienzo de la narración. El accidente del 124 de Ramón podríamos decir, igual que le sucede a Esteva con el suicidio de su hijo (y que provocará la aceleración de su decadencia), que es la destrucción de un postmodernismo alargado malamente y supone la ineludible confrontación con la realidad de la vida, finita y falible, pero también feraz y espléndida.

 

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ADDENDA:

Manuel Delgado impartirá una conferencia el próximo 21 de marzo en el auditorio del MACBA a las 19:30 sobre Jacinto Esteva.

+ info: aquí.

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Bloguea… que algo queda

emilie bjork, "dear diary" (2007)

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Estamos en un momento en el que todo el mundo comienza a cuestionar que si los blogs esto, que si los blogs aquello, que si los blogs todo lo de más allá. Y me parece a mí que no es sino hablar por no callar. Lo que algunos llaman “la conversación (in)interrumpida” de la red.

Sin embargo, yo ahora no hago más que descubrir blogs nuevos. Y buenos. Digo esto por la supuesta muerte de los blogs, que para mí no es sino ajuste de cuentas; el experimento de su uso nos ha demostrado que la hipótesis estaba errada (o era, acaso, demasiado ingenua y abarcadora). Es muy sencillo: se han puesto demasiadas expectativas en la gente, en los escritores de blogs, en los personajes anónimos supuestamente geniales que habrían de aparecer a cada minuto. Pero, bien, ¿dónde están? Yo no los he visto. Bueno sí, claro, he visto exhibicionismo por un tubo, gratuito las más de las veces y, lo más importante, inane. Y es que, como todo, esa enfermedad del mostrar impúdico que caracterizó la primera época de los blogs quedó en eso: en grito. Y un grito suena fuerte y ruidoso y sorprende por su radicalidad y porque no se esperaba. Pero cuando hay cientos de millones de seres gritando, la amenaza sonora queda en murmullo, el oído se habitúa y sube el umbral de expectativa.

Leo estos días una novela de Tomás González, La luz difícil (Alfaguara, 2011), que contiene una frase que lo resume muy bien: “la verdad no existe, además, y el mundo es sólo música” (p. 22). Con el corolario de que esa música es muy propia de la vanguardia sonora del siglo XX y ha devenido en silencio y/o manifestación ruidista, es decir, en sofisma.

La conversación ahora, o la disputa, tiene que ver con algo que no se menciona, y es que los blogs se podría decir que están alcanzando el fin de la adolescencia. Pasaron unos primeros años de idiocia infantil, luego de una injustificada explosión de efusividad adolescente y ahora les toca (re)plantearse el camino que tomarán en la vida. De eso se trata, qué hacemos con ellos. Muchos escritores de blogs han optado por cerrarlos, o por dejarlos morir lentamente. Muchos otros los mantienen, pero más descuidados, y unos pocos, siguen igual que el primer día: ilusionados y tercos. El quid de la cuestión -diría yo- es que para estos últimos el blog es un fin en sí mismo. Y es que no se escribe para los demás, no se escribe para que los demás te pongan links, o te citen, o te comenten. Qué va. El blog no es un medio para conseguir fama (¿qué fama, además?), ni una publicación, ni un contrato, ni los cuatro céntimos que te ofrece Google Ads o amigos o ligues. Entender el blog como medio ha sido fruto de la idiocia juvenil que mencionábamos antes. El blog no es sino una extensión de la personalidad de su autor, una expresión de su idea del mundo, de sus gustos; el blog, es igual que una forma de caminar, de hablar, de expresarse, de llevar una determinada americana, un blazier o una guerrera o de mirar la variedad inmensa del mundo. «El blog es un espacio y una herramienta para jugar con textos (enriquecidos o no) y cada quien lo usa para lo que le plazca», dice Javier Moreno [1]. Así, igual que hay quien lleva camisetas para promocionar sus propias películas, es lícito que haya quien utilice su blog nada más que para dar publicidad de sus actividades profesionales. Igual que hay gente que en una cena informal no sabe sino hablar de trabajo, pues lo mismo con los escritores de blogs. «Escribir es respirar en el mundo digital», dice Alberto Olmos [2].

Nadie le obliga a uno a visitar esos blogs obscenamente promocionales, además, igual que tampoco está uno obligado a ir a conferencias aburridas, ni leer libros malos, ni aguantar la conversación imbécil de la gente que le cae mal o le parece despreciable o mezquina. Sea en la vida física o en la virtual, cada uno elige con quién juntarse, a quién leer y como conducirse en su vida cotidiana. Un blog no es, pues, sino reflejo del ser humano que lo escribe. Si tal individuo tiene veleidades literarias o voluntad estética en lo que escribe, concluiremos que su blog es literario. En todos los demás casos, obviamente, no. Hablaremos de otro tipo de blogs.

Decir que los blogs tienen la culpa esto o de lo otro, de lo que sea, es desconocer por completo el alma, las bajezas y el capricho del ser humano que escribe justamente esos blogs. Por último, recordemos que, cada vez que uno menciona un blog o un escritor de blogs que detesta y cuyo trabajo le parece infame, está quitándole la oportunidad a otro escritor de blogs mejor (cuyo trabajo probablemente sí ha de ser valorado) a quien sí vale la pena conocer y del cual hablar. No perdamos pues el tiempo con blogs que se dicen literarios, pero que, al fin, no son sino una extensión perversa del estilo Sálvame y que pretende emponzoñar hasta el último reducto del mundo contemporáneo. Permitamos pues que la música del mundo nos sea agradable y enriquecedora y eufónica.

Y ya, a partir de aquí, que cada cual haga lo que quiera.

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[1] Javier Moreno. Metanotas. Finite Rank. 05-Marzo-2012.

[2] Alberto Olmos. Silencio. Hikikomori. 05-Marzo-2012.

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Algunas palabras sobre el desencanto

1.

En uno de los artículos periodísticos incluidos en el libro Los mitos y las máscaras (Tusquets, 1994) y que lleva por título “Algunas palabras sobre El desencanto”, Juan Luis Panero da un somero recuento de su vida, la biográfica, digamos, y llama a esos hechos de su vida personal “una especie de carnet de identidad de una máscara”; variopintos menesteres han sido los que ha desempeñado en el ámbito de la cultura, nos dice, e igualmente de su vida saltimbanqui podría decirse algo parecido: una sucesión heterodoxa de velos distractores. Pero lo que más me interesa ahora es lo que dice sobre la película El desencanto, que Jaime Chávarri rodase en 1977. Panero nos recuerda que, contra lo que se piensa, que la cinta tiene que ver con el cinema verité, pues que no, que lo mismo que su propia vida (tanto la biográfica, como la artístico-performativa): que no es más que un ritual de máscaras. Y lo dice amparándose en unos versos de Jorge Gaitán Durán que rezan:

“No somos más que máscaras, máscaras que el Destino dirige como quiere”.

Sin embargo, el desencanto hoy es cosa bien diferente, pues no tiene que (ni puede) ver con el rito, el juego o el disimulo. Ya no puede ser pose ni reclamo ni actitud. Hoy el desencanto ya ni siquiera podemos relacionarlo con la atildada sospecha o el postmodernismo bienintencionado.

Andaba pensando en todo esto mientras veía un reportaje que hace unas semanas programó Televisión Española y que lleva por título El desencanto de Europaaquí-. En él se nos viene a decir que se ha establecido en Europa un muro invisible entre ricos (Norte) y pobres (Sur); un muro hecho de desconfianza y que nosotros (que estamos entre los países mediterráneos) nos vamos a llevar la peor parte. Que los pueblos europeos están en un callejón sin salida, se nos dice. En el aire, concluido el visionado, queda flotando una pregunta:

¿cuántos sacrificios más será capaz de aguantar el ciudadano europeo?

2.

Pero también hay desencanto –e indignación- en Noche de los enamorados (Mondadori, 2012) la novela (no póstuma como se indica en la faja promocional, sino publicada póstumamente, que es otra cosa, queridos editores) del escritor zaragozano Félix Romeo (1968-2011).

Así de primeras, enseguida uno piensa en las novelas autobiográficas de Lolita Bosch y Julián Rodríguez: en esa sequedad del dato, en la hechura tosca de los hechos brutos y en la emoción narrativa que proviene de la elucubración del autor (que se manifiesta en violentos asíndetons y en timoratas expresiones verbales condicionales); un autor (post)literario, Romeo, despojado ya del sueño de la omnisciencia, la focalización interior de la psique y sin acceso a los testigos –ya muertos en el momento de la escritura- del drama.

Romeo (d)escribe tal sentir de la siguiente manera:

“Pero no importa lo que yo puedo imaginar.

Ni la facilidad con la que lo haga.

Sólo importa lo que yo puedo averiguar” (p. 24)-

Sin embargo, el libro “no es un juicio […], ni trata de sembrar dudas […], ni es la defensa imposible de una víctima […], ni es un ensayo sobre la justicia. Sólo escribo sobre las palabras: sobre lo que apareció en los periódicos, sobre lo que reflejó la sentencia, sobre documentos legales de libre acceso, y sobre los recuerdos de las palabras que guardo de Santiago Dulong, nublados por el tiempo y por el mal olor” (pp. 32-33).

Estructuralmente, el texto se divide en dos partes (La escena del crimen, Reconstrucción de los “hechos probados”), a las que hay que sumar una coda final. Y el tema es bastante sencillo: se trata de la historia de Santiago Dulong, quien compartió celda con el propio Félix Romeo cuando éste cumplió condena por insumiso en la cárcel de Torrero. A Dulong se le acusó de asesinar a su mujer, María Isabel Montesinos Torroba, en el domicilio que ambos compartían de la calle Barcelona de la ciudad de Zaragoza.

Domicilio de la calle Barcelona. Ya aquí se nos hace evidente una idea: que todo dolor tiene su sombra. Veamos lo que al respecto nos dice Félix Romeo:

“Cuando se publicó Amarillo, mi anterior libro, había transcurrido dieciséis años desde el momento de los hechos, el suicidio de Chusé Izuel, e hizo que eclosionaran miles de moscas.

Todavía las estoy espantando.

Sin mucho éxito.

Han pasado dieciséis años desde que María Isabel fue asesinada.” (p. 28).

Félix Romeo trata de averiguar sobre la vida anterior tanto de María Isabel como de Santiago, hurgando aquí y allá. En el ínterin, nos confiesa cómo las palabras sobre las que indaga fueron cayendo antes en su narrativa, en su novela Discothèque, en particular: “[en ella] Santiago Dulong, convertido en un camionero que no tiene nombre, confiesa su crimen a la protagonista, Dalila Love, que se dedica a “alternar”, y habla también de su primer matrimonio” (p. 34).

El libro anda lleno de paradojas y dobleces, analogías, búsquedas; preguntas. Pero, por sobre todo: palabras. Palabras que finalmente se declaran incapaces de remedar la incongruencia de la vida. Por ello es un libro que decepciona, por su desencanto, por saber que su cometido va a ser inútil. Pero ahí radica justamente su fuerza terrible, en su propósito descabellado. Romeo duda constantemente de su propósito, como –por ejemplo- cuando se cuestiona: “me pregunto qué intento encontrar reflejándome en este espejo” (p. 49). Es necesariamente Noche de los enamorados un libro que, como ya se indica en su portada, es un libro “de pestilencia, de malos recuerdos” (p. 50).

La referencia a los enamorados tiene que ver con que Dulong le cuenta a Romeo su historia, en la celda que comparten “desde el 14 de febrero de 1995, día de los enamorados, San Valentín, y durante un mes, en el módulo 2 de la cárcel de Torrero de Zaragoza” (p. 55).

La referencia sirve para que Romeo nos cuente su experiencia en la cárcel: “Yo, ese día plomizo de diciembre, estoy en pleno egotrip porque acabo de publicar mi primera novela, Dibujos animados, y voy a ser el mejor escritor del mundo, y me cago de miedo porque voy a entrar en la cárcel, y me tiemblan las piernas y me late deprisa el corazón” (p. 75).

Con tales recuerdos finaliza la primera parte del libro.

La recurrencia a los “hechos probados” de la segunda parte tiene que ver con que Romeo evidencia cómo “la víctima se ha convertido en la culpable” (p. 86) y, de alguna forma, por causa de su modo de vida (es alcohólica y alterna en un club), “ha pasado a ser la responsable de su asesinato” (p. 87). “La “debilidad hepática” y “el estrechamiento anormal de su “glotis”” (p. 89) van a verse por los forenses anónimos como facilitadores del crimen. Y para acabar de redondear el infortunio, dirá Dulong en el juicio que “las frecuentes discusiones, sólo le permiten recordar “quince o veinte días buenos” durante los cinco años de matrimonio” (p. 104). Después de asesinarla, Dulong le cortará el pelo con unas tijeras. “El corte de pelo es una castración. Y una señal de vergüenza” (p. 110), nos recuerda Romeo, quien pedirá a su compañera Lina, en un ritual bastante sórdido, que le ayude a recrear la escena del asesinato (“como hace la policía en las series de televisión” (p. 112)). Entonces se da cuenta Romeo de que lo contado por Dulong en el juicio (y a él mismo en la cárcel) no puede ser verdad. María Isabel no podía sino estar inconsciente cuando Dulong comenzó la acción de cortarle el pelo con unas tijeras robadas del bolso de esta. Así lo que queda patente es que lo que en el informe del juicio queda como “hechos probados” no son sino “afirmaciones sin contrastar” (p. 114), imprecisas y leves: ilusiones creadas por esas mismas palabras que afirman y concluyen.

El libro finaliza con Romeo y el equipo de grabación del programa La Mandrágora, en una noche de finales de 1998, en Zaragoza y en un bar de la calle Marcos Zapata que se llama Jonathan´s House. Allí: “un señor mayor, con gafas de pasta, se detiene delante de nosotros un instante y me hace un movimiento con la cabeza, como un saludo interrumpido, y sigue caminando” (p. 133). Se trata de Santiago Dulong, que morirá años después.

Para Romeo, y aquí podría encontrarse el leit motiv del libro: “María Isabel invierte la historia de Sherezade y pierde con las palabras. Invierte la historia de Judith y también pierde con la violencia” (p. 117). Podríamos decir que también quien pierde es el propio Romeo, quien invierte unos conocidos y bellos versos de Cernuda, y también pierde, pero a su favor; es decir, contra la belleza.

Los versos son los siguientes:

“El silencio de un mundo que ha sido / Y la pura belleza tranquila de la nada”.

 

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Creatividad efímera

(H)ojeando esta tarde el suplemento Vivir de La Vanguardia me he dado cuenta de que eso de que la gente es creativa y tiene ideas y son emprendedores es tan falso como una nube de algodón. En fin, siempre que no consideremos a las variaciones artesanales creatividad, claro.
España es un país tristemente mimético. De repente funciona una inmobiliaria y aparecen doscientas mil más. Y así con las tiendas de todo a cien, las peluquerías, las carnicerías, los colmados y, últimamente, las panaderías chic.
Y luego existe otro tipo de mímesis que es un poco más canallesca. Se trata de todos esos jovenzuelos que se van de Eramus o que pasan dos semanas en Nueva York y, de repente, descubren algo que en los hábitos del comercio de una ciudad europea o en la mencionada megalópolis norteamericana son norma habitual, y la implantan en Barcelona o Madrid, pretendiendo que se les reconozca su genialidad. Uno de los casos más flagrantes (por recientes) de esto son los restaurantes escondidos y las galerías efímeras patrocinadas por marcas (preferentemente de cerveza). Huelga decir que –mayormente- la inversión necesaria para tales canalladas suele proporcionarla la propia familia del interesado o interesada.
Pero hay algo en todo ello que no se nos ha de escapar. Y es su carácter efímero. Un ejemplo: el 24 h museum patrocinado por Prada. O la pasarela Cibeles que ahora toma el nombre de una marca alemana de coches. O cualquiera de los megaconciertos que se dan por todo el territorio español. El patrocinio de las marcas busca siempre lo etéreo, lo extravagante, en suma: busca contaminar lo intangible (o lo tangible momentáneo que pronto se vuelve vaporoso).
Esto, no obstante, no es algo que la economía se haya propuesto mediatizar, sino que más bien se aprovecha en este ámbito de uno de los rasgos señeros del ser humano contemporáneo: la volatilidad y veleidad de su juicio. En otras palabras: la superficialidad.
Sin embargo, donde más evidente se hace esa creatividad efímera es en las redes sociales. Y, de ahí, su popularización masiva y su inclusión en los informativos, y las tertulias deportivas y políticas. De hecho, que los mensajes de twitter se incluyan en un informativo nos habla precisamente de su superficialidad inane y del nulo valor que se les presta. O sea, que como instrumento de poder o de presión son absolutamente inútiles. Pero no solo twitter, Actuable, por ejemplo, sería otro caso. Y, en fin, muchos otros más.
Escribían ayer (01-Febrero / nº 502) en el Cultura/s Jonathan Millán Y Jordi Costa –con título para la columna proporcionado por Patricio Pron- a propósito de El rey Pálido de Foster Wallace que:

“Cabe la posibilidad de que el escritor decidiese irse de este mundo porque ya no podía soportar más su extrema lucidez, su visión con un grado de detalle casi sobrehumano”.

Y citan, para justificarlo, una frase de la propia novela que dice: “el tedio abstruso es un escudo mucho más eficaz que el secretismo”.
Y ahí está la clave: ese tedio abstruso hoy es la creatividad efímera de los internautas que se da en las redes sociales y que bombardean las pantallas con información basura, creando un escudo a través del cual no puede pasar el pensamiento. Tal abuso exhibicionista acaba opacando la claridad de la página y, así, la potencialidad del decir queda ahogada en ese mismo querer decir, para acabar diciendo demasiado; o sea, nada. Dicho de otro modo, la rutina del exceso no proporciona lucidez sino abatimiento. Y, así, tal creatividad masiva posibilita un aburrimiento compartido que tiene tintes de tragedia, pues revela una indigencia intelectual, un vagabundeo, que asusta.

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Visibilidad vs. Rentabilidad

Leo una entrevista reciente que Gema Ponce le hacía al editor Jesús Ortiz –aquí-, en la que éste contestaba que: «Hemos logrado un reconocimiento web muy notable en relación al tamaño de la empresa [Editorial Mil Razones]», para inmediatamente matizar: «pero no hay correlación entre esto y las ventas en la librería». Y es que dice el editor santanderino que:

«Desde mi punto de vista lo que hay es una colisión de dos mundos, porque hay gente que predominantemente compra libros pero no usa internet para su ocio, y otra gente que usa internet pero no adquiere libros»

Pensando sobre el asunto de la red y del comercio-y lectura- de los libros, encuentro un artículo de María Virginia Jaua en salonKritik en el que (referente al libro electrónico) dice ésta que:

«Pero cuando se argumenta esto como un efecto negativo que conlleva la tecnología [que la lectura ya no será igual como antes], se suma a la afirmación de que la distribución del libro electrónico no asegura que la gente lea estos libros, o los lea “bien”. Sin embargo, tampoco las ventas del libro en papel nos pueden asegurar que sean leídos y mucho menos “bien leídos” (mucha gente compra libros y los atesora pero sin abrirlos jamás mucho menos leerlos). Y aquí debemos hacer énfasis que el libro en papel está sumido en una lógica de producción capitalista que dista mucho de estar interesada por la calidad de la lectura [1]»

Tengo claro desde hace algún tiempo que la disponibilidad de libros en la web no garantiza que se lean; pienso que ese no es el problema, además. Sin embargo, que no estén a mano, especialmente de manera física sí que es un problema, pues la gente -por razones que sería bastante arduas de explicar, pero que de modo intuitivo se entienden fácilmente- todavía se fía del papel, de su materialidad, de la creencia de que en su fabricación ha habido un gasto y que, por lo tanto, tienen cierto valor. No existe, a mi entender, la misma percepción con lo digital. Lo digital, por razones de hábito y costumbre, se entiende si no como gratuito sí como libre, como algo que se comparte y difunde libremente. Todavía -creo- no se ha generado la conciencia de que lo digital se ha de pagar y ello condiciona la idea de que estos productos digitales no tiene valor; no, al menos, en España. Esto  sería diferente en otros países, claro.

Pero esto no es, en realidad, de lo que quería hablar, sino de la repercusión que tiene un libro en la web. Sospecho que de los libros de los que no se habla no sólo no se venden, si no que no existen. Son libros que quedan relegados al círculo cercano (familiar/laboral/afectivo) del autor y cuyas ventas e incidencia en el sistema literario no es que sean periféricos, sino desestimables. Otra cuestión es la que afecta a autores que ya tienen consolidada una reputación y unos lectores, para los que tal repercusión mediática es menos capital. Por supuesto que tales autores suelen tener sus canales de información y sus modos de contacto establecido con sus lectores, bien a través de los periódicos en los que escriben, sus twitters y facebooks y los de sus respectivas compañías, etc En cualquier caso, cuentan con el apoyo promocional que les brindan los deptos. de marketing y prensa de sus editoriales, cuyos targets están perfectamente definidos y resultan eficaces y suficientes.

Por contra -y aquí yace la paradoja-, que se hable de un libro en la web (nos referimos a un libro con una tirada breve -500/1000 ejemplares- y de un autor poco conocido) tampoco garantiza su venta, ni menos aún su incidencia en el sistema literario vigente. Sin embargo, como lectores, necesitamos constatar la presencia digital de un título para reparar en él, puesto que la lectura de suplementos en papel cada vez está más limitada a personas de cierta edad. Y es que las personas de menos de cuarenta años, en general, encuentran la información  literaria preferentemente en la red (y no en la radio o  en la tv o en los suplementos culturales, como sucedía antes). De ahí que las editoriales busquen amigarse con los bloguers y los críticos de los medios digitales, gente que, en general, no proviene del papel, sino que han comenzado a realizar su labor directamente en la web. Las editoriales ya se han dado cuenta de que el hecho de que bloguers y críticos literarios hablen de sus libros no les va a garantizar la venta, pero paradójicamente si estos no hablan de sus libros, sus publicaciones no existen para el público lector (para un porcentaje cada vez más amplio del público lector). Se han convertido pues en escollos necesarios, imprescindibles diría yo.

Y ahora llegamos al punto que me interesa: cómo determinar la influencia de blogueros y críticos que publican sus reseñas o textos valorativos en revistas digitales (no en revistas y suplementos analógicos que son volcados posteriormente, sino en ediciones digitales de revistas o blogs personales). Es tarea complicada. Yo diría que, en líneas generales, sería imposible atribuir a ninguna persona en particular el buen o mal desarrollo comercial de un libro, ni tampoco a una revista. Sin embargo, sí que percibo que las recepciones primeras de un libro condicionan (para bien o para mal) la respuesta futura de otros críticos y lectores al mismo. Siendo así, la responsabilidad de las revistas digitales y de los bloguers se hace notar. Y es por esta razón por la que se debería exigir a estos más cuidado, reflexión y mesura en sus críticas (tanto sean positivas como negativas), pero sobre todo justeza. Y no sólo por lo que respecta a la vida comercial de un libro (que es lo que preocupa a las editoriales), sino en lo que atañe a la posición de los libros y de los autores en el sistema literario de un país o de una lengua, su inclusión o no y la (re)acomodación de lo pre-existente.

En estos tiempos en los que el paradigma dominante parece ser el de la debilidad y la ausencia de compromiso con lo dicho, pensado o manifestado, se hace más necesario que nunca que nos tomemos la responsabilidad de construir entre todos un discurso que no sólo sea válido, sino equitativo y, esencialmente, justo. Debería penalizarse de alguna forma a quienes juzgan con una ligereza mayestática, a quienes se apresuran por ser los primeros en decir algo, a quienes no tienen el menor miramiento en calumniar, sojuzgar sin argumentos y difamar. Y, del mismo modo, se debería reconocer lo contrario: el trabajo bien hecho. No todo puede tener el mismo valor ni acaso ser considerado en igual posición jerárquica. De ser así, nunca conseguiremos salir del igualitarismo, esa perversa tara heredada de la democracia más ramplona. De ser así, además, nunca cambiará la percepción que la gente tiene de lo publicado en Internet y, por lo tanto, no conseguiremos que tenga una incidencia real en la cadena de valor del libro, más allá de servir como escaparate, sustituyendo el papel que antaño tenían las mesas de novedades de las librerías.

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[1] María Virginia Jaua. El libro en tiempos del capitalismo electrónico. SalonKritik. 15-Enero-2012.

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La música de las palabras

En la edición de esta semana del suplemento Cultura/s del periódico La Vanguardia (Miércoles, 06-Julio-2011), aparece un interesante análisis de Esteban Hernández sobre el estado actual de la creatividad musical. El artículo, que lleva por título El talento de la precariedad (pp.27-28) indaga sobre las consecuencias de la crisis en los grupos que comienzan, pero también en los que andan medioasentados.

Así, nos dice Esteban Hernández que: «vivimos en una sociedad precarizada, donde los mecanismos de aprendizaje son costosos […] donde apenas hay oportunidades para quienes empiezan y donde quienes están a mitad de su carrera lo pasan mal para continuar […] Este problema endémico está provocando una gran pérdida de conocimiento».

«Los grupos contemporáneos -continua Hernández- que más lejos han llegado creativamente son aquellos que priorizan el instante, los que se relacionan bien con lo inesperado y saben sacar partido del entorno fluido en el que se desenvuelven. Por el contrario, los que necesitan acumular experiencia, pulir sus aristas y mejorar poco a poco, lo tienen mucho más difícil».

Que tenga Hernández toda la razón no significa que la razón sea cosa justa ni verdadera, sino sólo especificadora de un status quo: el nuestro, el de la precariedad.

Y esa precariedad del tiempo es, en la música, fructífera; porque a la música le cae bien la urgencia y el alboroto, el ruido y el éxtasis.

Pero no pasa lo mismo con la literatura, un arte que exige una armoniosa conjunción (aunque en ella albergue las necesarias disonancias) de espacio y tiempo. Y no sólo de uno (como en la música, donde todo sucede a tiempo real), sino de dos: el tiempo de la escritura, y el tiempo de la lectura. Ambos se caracterizan por exigir un tiempo de solaz más un espacio libre en el que leer en soledad o silencio.

Están cambiando estas premisas, sin embargo, ya que la literatura -cada vez más- se está contaminando de la precariedad de la música, y así las novelas contemporáneas -paulatinamente- parecen esbozos, tanteos y, en ese frágil construir imperioso, resultan igualmente precarias, pero no es su inestabilidad provechosa, sino más bien de una angustia desoladora, como la tristeza de un papelillo de fumar que se lo lleva el viento.

Así, donde la música puede hallar productividad en la afligida desesperación del grito, la literatura necesita especificar ese grito con el análisis, la descripción y/o evocación y la explicitación de su raigambre.

Porque lo que le va bien al sonido no le va bien a la palabra, a pesar de ser ésta -en parte- también sonido. Es decir, la fluidez no es mala en la literatura; ya lo decía Calvino al hablar de la levedad. El problema es que esa ligereza está hecha con materiales no frágiles y volubles, sino quebradizos, es decir, son fibras mínimas y endebles lo que hoy constituyen la estructura de una novela. Donde antaño hubieron gruesas y robustas tablas de roble, hoy no hay más que su reflejo rompible.
En otras palabras, no es que hayan mejorado los materiales de construcción, sino que estos se han estilizado hasta quedar en la misma hebra de su médula.

Decía Hermann Broch, en su serie de poemas Voces/1913 (incluidos en la novela Los inocentes) que:

«el hombre resulta sin espacio un ser ingrávido».

Para enseguida continuar:

«el alma no necesita de progreso,

pero sí en cambio de gravidez».

La conclusión aquí parece bastante clara:  la precariedad de la literatura hoy no es tanto que en ella no habite lo humano, sino que de ella se ha volatilizado el alma, quiero decir: el estilo, eso que se consigue con tiempo, con dedicación y con un pertinaz lugar en el mundo desde el que permitirse hablar por derecho.

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Cuando supimos de la melancolía, en Revista literaria El Puñal

 

La revista literaria que promueve la obra de autores emergentes El Puñal (Chile) acaba de publicar mi relato «Cuando supimos de la melancolía», que forma parte del libro de relatos La tristeza de los cedros.

El texto íntegro puede leerse aquí.

Como siempre, confío en que sea de su agrado.

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Los escritores y la edad

1.

Es bien conocida la historia sobre cómo comenzó a escribir Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) y que éste ya contase en su discurso “Cómo comencé a escribir” –aquí– pronunciado en Caracas (Venezuela) el 3 de mayo de 1970 y que se incluyó en su último libro Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2010).

Entonces contó Gabo que, Eduardo Zalamea Borda, viejo zorro del diario bogotano El Espectador, había afirmado con pompa de señor conservador en las páginas del mencionado periódico, que los escritores jóvenes colombianos no sabían escribir.

El por aquel entonces joven Gabo,  por el vejamen, se obligó a sí mismo a escribir un cuento en un intento de callarle la boca a Zalamea. Y, así, lo mandó al periódico y a fe de que lo consiguió, pues, para su sorpresa, el cuento acabó publicado en El Espectador.

Viéndose en la tesitura de no quedar mal con Eduardo Zalamea, pues éste digamos que había tenido que retractarse públicamente al mismo tiempo que hacía una apuesta literaria por el joven Gabriel García Márquez, el futuro premio Nobel sintió que no tenía más remedio que seguir escribiendo.

De por vida.

Con el tiempo, confesaría el escritor colombiano que

“el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica”.

Pero, ¿sucede lo mismo con el oficio de lector?

2.

Gunter Grass decía que «No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee»

3.

El escritor chileno Rodrigo Díaz Cortez (Santiago, 1977), que acaba de publicar este año en Libros del lince su novela El peor de los guerreros, confesaba en una entrevista reciente que le hizo Pablo Suárez -y que ha salido publicada en el número de Junio de la revista Qué Leer- que fue un niño inquieto y travieso,  hasta que se serenó al descubrir el inmenso mundo de los libros y que:

“desde que comenzé a leer, quise embarcarme en la producción de mis propios relatos”.

Rodrigo Díaz Cortez tiene en la actualidad 33 años y,a lo que parece, la lectura de libros le condujo a la escritura de los mismos.

4.

A este respecto llama mucho la atención que Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), aprovechando la presentación de En un lugar solitario (Narrativa completa 1973-1984) en la editorial DeBolsillo –aquí-, y contradiciendo ese supuesto mantra que dice que «el buen escritor, antes incluso de sentirse o de llamarse así, es un buen lector», declaró que nanai de la china, que esto no era necesariamente cierto y que, como su propia experiencia corrobora, él fue primero escritor y más tarde lector.

Enrique Vila-Matas tiene en la actualidad 63 años y, con el tiempo, parece que se haya hecho mejor lector -y, también, mejor escritor-.

5.

Según afirma Miguel de La Cruz –aquí-, coordinador de cultura de oncetv México, Mario Vargas Llosa, el último premio Nobel de literatura, en la actualidad, lee a un promedio de 77 páginas por hora, ¡77 páginas por hora!, pues se leyó Traiciones a la memoria de Héctor Abad Faciolince en un vuelo Cartagena de Indias-Lima, un vuelo que dura exactamente tres horas y media.

Mario Vargas Llosa tiene en la actualidad 74 años y, a lo que parece, lee a la velocidad de la metralleta; en lo que respecta a su escritura, digamos que anda un pelín distraído.

6.

En un reciente encuentro digital con sus lectores promovido por el periódico El País –aquí-, el premio Cervantes 2008 Juan Marsé (Barcelona, 1933), decía:

“debo confesar que mi plan de lecturas se ha resentido mucho últimamente. Estoy en esa edad que uno debe escoger entre leer o escribir; e incluso, en lo referente a lecturas, entre lo nuevo o relecturas de aquellos autores que siempre fueron un verdadero estímulo. Y confieso que yo estoy en eso”.

Juan Marsé tiene en la actualidad 78 años y sigue escribiendo a un buen nivel, pero leyendo poco.

7.

Rodrigo Fresán (1963), con ocasión de la presentación de la última novela de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) El ruido de las cosas al caer, premio Alfaguara 2001 –aquí-, hablaba de sí mismo no ya como una joven promesa, sino más bien del lado de los más viejos, esos que él recuerda que en su juventud se excusaban con afirmaciones tipo “estoy releyendo a Tolstoy” para no tener que leer a los jóvenes, o sea, al mismo Fresán y a sus compañeros de generación (y esto le irritaba profundamente, nos cuenta).

Siendo que ya no es un escritor joven, nos dice Fresán, pero que tampoco está dispuesto a incurrir en la vejación de no leer a los jóvenes, nos confiesa Rodrigo que tiene un método sencillo para no caer en la trampa.

Nos dice que:

«me limito a leer –no son demasiados, me temo que son cada vez menos– a los jóvenes escritores que saben leer”.

Rodrigo Fresán tiene en la actualidad 48 años y, como demuestra con cierta asiduidad, suele gustar bastante de las aporías.

8.

En el prefacio a su libro de 1925 La danza piadosa (Cabaret Voltaire, 2009), Klaus Mann (Munich, 1906), el hijo de Thomas Mann afirmaba que:

 “A veces casi tengo la impresión de que ya, de por sí y a priori, sea una señal de atraso y melancolía por parte de un joven escribir, todavía hoy, libros”.

Caso de seguir vivo (se suicidió en 1949) hoy Klaus Mann tendría 105 años y, por lo tanto, sería el más viejo del lugar.

*

Por ello, en lo que respecta a la escritura de libros, y en la misma línea de Enrique Vila-Matas, afirmaremos aquí en La Soledad del Deseo que la escritura es una pulsión que se le presenta al sujeto en un momento indeterminado de la juventud y que le lleva a la escritura de libros. Esto no viene producido ni por la lectura de libros ni por ninguna otra cosa. Puede que sí, que el escritor además sea un lector, o puede que no. Pero ni lo uno ni lo otro implican que el escritor vaya a ser mejor o peor escritor en el futuro. Con Gabo afirmaremos que sí, que el escritor sigue escribiendo sin detenerse, por orgullo, honestidad, o en el caso de Vargas Llosa, por deportividad olímpica.

Respecto a la lectura de libros, sospechamos que hay una correlación clara entre el descenso del nivel de lectura y la edad.

Así lo demuestra, por lo menos, el Informe de hábitos de lectura y compra de libros en España 2010, llevado a cabo por la empresa Conecta para la Federación de gremios de editores de España, con el patrocinio del Ministerio de Cultura. Fíjense como tanto la línea azul (hombres) como la amarilla (mujeres) van cayendo en picado a partir de los 44 años.

El informe completo se puede consultar aquí.

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La tristeza de los cedros, en Revista Otro Lunes

La Revista Hispanoamericana de Cultura Otro Lunes acaba de publicar el relato que da título a mi libro de cuentos -parcialmente inédito- «La tristeza de los cedros».

Pueden leer el texto íntegro –aquí-.

Como siempre, confío en que sea de su agrado.

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Ya nadie baila

1.

El problema lo puso sobre el mapa el grupo barcelonés Ultraplayback en 2005 con su grito de guerra «Ya nadie baila, todo el mundo es dj», incluido en el ep autoeditado Minifalda Scratch.

Y es que, en aquel entonces, en 2005, si uno quería convertirse en dj, lo tenía mucho más fácil que nunca; de ahí la ironía, tan propia del postmodernismo tardío de la música underground española que encontró su apogeo hipster en la primera década del siglo XXI, especialmente en Barcelona y Madrid (y por este orden).

Las consecuencias de lo que vociferaban Ultraplayback en su canción es que se produjo un desplazamiento de intereses desde la producción de contenidos hacia al subrayado crítico (djing), y esto porque la audiencia demandó su derecho a convertirse en canal selector.

La ampliación del espectro de conocimientos, empero, gracias a la aparición del cd grabable el cual tenía un coste de hasta doce o trece veces menor que el del cd original, no se tradujo en más conneiseures, sino en hordas de iconoclastas nihilistas.

O dicho en otras palabras: la así llamada Revolución Napster, en aras de su gratuidad, fue minusvalorando la figura del melómano, y favoreciendo la del acumulador de contenidos desparejos. A este propósito contribuyó enormemente la aparición de Myspace,  una plataforma donde cualquier grupo podía colgar sus maquetas o acaso construir una página personal donde hablar de sus gustos musicales (o buscar novio/a).

El resultado fue el tan temido petardeo, tan propio de la cultura española: una suerte de segunda movida madrileña, con el centro de operaciones en el club Ocho y Medio cercano a la Gran Vía y la eclosión del technoclash en Barcelona, con Pueblo Nuevo y el Razzmatazz como gravantes de la desmedida alegría generacional, y la discográfica y productora de conciertos Sinnamon Records como bomba de aire para esa burbuja de la creatividad (¿?).

La democratización implicó la necesaria participación de los públicos, que pasaron de ser mera audiencia a agentes activos del circuito musical; así, pronto se vio que era más sencillo, práctico y rápido dedicarse a la crítica que no a la creación. Pronto aparecieron páginas web más o menos amateurs y algunos fanzines que fomentaron una crítica de raigambre impresionista.

La explicación es muy sencilla y podemos encontrarla en el hecho de que la creación requiere de la colaboración del tiempo, del trabajo, el esfuerzo y la completa dedicación (ah, y el talento, claro).

La crítica, por el contrario, se puede ejercer de una manera mucho más liviana y (des)comprometida: la selección de una canción se convirtió así en un germen del botón de me gusta/no me gusta de Facebook.

La audiencia musical (devenida en parte integrante del movimiento) se multiplicó de manera exponencial y, con ello, los pinchadiscos. Ser dj significaba ser parte de la “escena”. Ser dj se convirtió en el mejor modo de medrar en el ambiente de la música (o en el mundo de la sociedad cosmopolita de Barcelona y Madrid); ser dj era ahora más importante que ser diseñador de moda o redactor de una revista de tendencias e incluso que diseñador gráfico.

En otras palabras: ser dj molaba. Molaba mucho.

Entretanto, el negocio musical iba haciendo aguas a un ritmo vertiginoso.

Se fueron cerrando los clubs, uno a uno, y apareció Spotify.

Si el video mató a la estrella de la radio, podemos decir que las listas de reproducciones mataron al dj.

2.

Al mismo tiempo que la música perdía importancia en la estima del público juvenil (o acaso que este público juvenil se iba haciendo mayor y prefería actividades lúdicas más sedentarias), la aparición de los blogs a mediados de la primera década del siglo XXI hizo que la palabra volviese triunfante de su letargo fin de siecle.

Como vulgarmente se afirma: todo el mundo quería decir la suya.

El postmodernismo, pues, se instaló (por fin) en España (con 30 años de retraso) en el mundo de la palabra. De una manera fulgurante, además. Y cancerígena.

Así, pronto los diarios personales tomaron ínfulas de diarios secretos (escritos por personas anónimas) o acaso de novelas por entregas o mínimos relatos literaturizados de la vida cotidiana. Los primeros premios de blogs del periódico 20 minutos, a la par que los de Bitacoras.com, dieron un fuerte impulso al fenómeno.

Selecciones de blogs personales llegaron incluso a editarse en formato libro.

Y aparecieron las primeras revistas de relato, prosa más o menos breve y, más tarde, las de poesía. Decenas de ellas. Al principio en formato *pdf a imitación de las revistas impresas, progresivamente mutando al formato blog utilizando las aplicaciones que ofrecía gratuitamente wordpress o acaso tomando la forma de la asociación cultural, como comunidad interconectada de lectores “no entrenados” y finalmente al modo de cápsulas breves -apenas informativas- de consumición rápida (330 ml, La comunidad inconfesable o las TwitReseñas de The Barcelona Review son los tres últimos ejemplos de esta tendencia).

La historia de los blogs es espectacular, pues han hecho una transición de dos siglos (de los diarios íntimos del XIX a la experimentalidad de la época pre-bélica del XX y, de ahí, al postmodernismo (a)crítico posterior) en menos de ocho años.

Concentrémonos, de todos modos, en el dato más relevante de la pérdida de status del creador literario en favor de la del crítico más o menos amateur: la gratuidad.

Lo mismo que mató a la industria de la música va camino de enseñorearse con el mundo de la literatura.

La aparición de bloglines y wordpress extendió la práctica de la escritura personal hasta unos límites desconocidos. De la exposición pública de la vida privada hemos pasado a la manifestación –sin filtro, es decir, sin edición de ninguna clase- de los gustos personales.

La perversión del asunto es que la mera exposición de una opinión personal (válida en tanto expresión de la subjetividad, pero no como acción comunicativa válida para el debate) se la viene en llamar ahora crítica literaria.

El problema radica en que la escritura, mucho más que la creación musical, exige dedicación, esfuerzo, paciencia, pero -sobre todo- tiempo. La crítica, por el contrario, puede ser más liviana y (des)comprometida, rápida y -lo más importante- breve (en apenas 350 o 500 palabras queda todo dicho).

Un libro lo puede leer el crítico/reseñista/opinador en una tarde.

Escribirlo probablemente le llevaría al menos un año.

Escribir un libro es cosa fatigosa y lenta, de dedicación absoluta y resultados inciertos. La crítica, sin embargo, es rápida y da réditos inmediatos.

Además hay un factor determinante: el escritor ha de hacerse responsable de su obra, el crítico jamás permite la refutación de su crítica, amparándose en la subjetividad de su juicio.

Así, la audiencia de la literatura, poco a poco, está demandando el derecho legítimo a convertirse en selectores y no tanto en público receptor, a la manera del dj.

Es decir, la situación que en 2005 denunciaba (no sin cierta retranca hedonista) el grupo barcelonés Ultraplayback, comienza a avistarse hoy en el horizonte de las letras.

El hecho, sin embargo (de igual modo que sucedió con la industria musical) no puede ser disgregado de las prácticas de la industria editorial misma. Y ello porque aquellos que llegaron tarde a la época hispter de la primera década del siglo XXI o que acaso se quedaron fuera de ella (se les pasó el arroz como vulgarmente se dice), viendo que la música ha perdido su importancia como actividad lúdico/social que favorece la figura del medrador, han decidido integrarse al terreno aun virgen de la literatura.

Y comienzan ya a verse los primeros síntomas de agotamiento: en los últimos tres años las editoriales están viendo menguar sus ventas de un modo dramático.

Los antiguos selectores musicales (los dj´s) son ahora activistas culturales, editores, organizadores de veladas literarias de todo tipo, promotores de lecturas y recitales, presentadores de libros, ponentes o prologuistas y, sobre todo, selectores de canciones, es decir, críticos literarios.

Y todos ellos comparten la misma actitud nihilista e iconoclasta que dominó el mundo de la música en la primera década del siglo XXI.

En otras palabras, en su gran mayoría son o aspiran a ser modernos.

Lo que en lenguaje diáfano significa que abrazan el postmodernismo más vacuo y diligente: aquel que basa sus derechos en la individualización extrema, en la demolición de la jerarquía y en la ausencia real de un juicio de valor razonable y razonado.

Como es norma en la práctica de los medios, éstos desvían la atención del problema hacia otros frentes y así achacan el estado de cosas a la amenaza del libro digital o al precio abusivo de los libros o acaso a la tan cacareada crisis, cuando la verdad más cristalina es que la amenaza mayor de la literatura hoy es la pérdida de las audiencias.

O mejor dicho: la reconversión de las audiencias en agentes perversos del sistema.

Si el video mató a la estrella de la radio y las listas de reproducciones del Spotify (y afines) mataron al dj, podemos temer que las así llamadas prácticas de literatura ampliada acaben con la novela como instrumento de conocimiento del mundo, y sus circunstancias.

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Decencia

(H)ojeo -más que leo- el último libro de Álvaro Enrigue y pronto me llama la atención una frase. Dice:

«el derecho a la infamia es universal e inalienable y el secreto para la supervivencia está en ejercerlo con mesura» [1]

Entonces, de repente, me acuerdo de un documental que he estado viendo estos días I´m still here (2010), de Casey Affleck con el protagonismo (y la desvergüenza zarrapastrosa) de Joaquin Phoenix. La cinta supuestamente documenta el retiro de la actuación de Phoenix y su entrada en el negocio musical con un disco de hip-hop. Bochorno es lo mínimo que siente el espectador frente a tal lamentable ejercicio de cinismo.

Enseña un pene aquí (no una, sino dos veces), pon una cosa que parezca cocaína allá (muy muy cerca del foco de la cámara, por favor) y haz como que te mezclas en una orgía (pero que se te vea bien, por favor, que no llame a engaño), etc

Y entonces se me quedan tantas cosas por decir del particular, que casi prefiero callarme. Porque infame ni siquiera describe apenas tangencialmente lo visto en el documental. Y que Casey Affleck [2]  tenga  las santas narices de pretender que se trata de una performance… vamos, hombre. O que lo llamen cine gonzo, va venga, va… por-fa-vor.

A este respecto, dice Ignacio Echevarría en su última columna que «Polémica no es lo mismo que debate» [3], y lo particulariza al contexto español, así:

«la ausencia de debate en la cultura española -dice-, pues, tiene relación con un déficit intelectual, sin duda, asociado a la dificultad de articular los argumentos dialécticamente, a esgrimirlos por sí mismos, sin ponerse uno mismo en juego» [4]

No sé si esto tiene que ver con algo que decía Chirbes en la última edición del programa de rtve Nostromo, al sugerir que:

«Cualquier signo de utopía es ridículo en estos momentos […] y se han reforzado sin embargo las antiutopías, es decir, los mecanimos de poder» [5]

Yo no sé si se trata de un problema con el pudor de los nombres como sugiere Echevarría o acaso el hoax (disfrazado de ejercicio artístico que pone en práctica una teoría peregrina) sirve irónicamente para reforzar esas antiutopías de las que habla Chirbes, pero advierto menos con alegría que con alivio, pequeños signos que pretenden evitar esta trampa de pensar que siempre que se habla de algo se habla contra el autor de ese algo (con servidumbre o en actitud belicosa), porque no, no es así, al menos en este blog no es así, nunca lo ha sido y nunca lo será;

por ello nos satisface el hecho de ver en un suplemento cultural de amplia difusión como Santos Sanz Villanueva, al respecto de la última obra de Fernández Mallo, declara que:

«el lector de una reseña tiene derecho a pedir un juicio y una orientación» [6].

¿Lo han oído? Derecho, joder. Es lo mínimo que le exige al reseñista/crítico. Os pagan justamente para eso, amigos.

Ya ni siquiera se trata de una cuestión de ética, es pura decencia, joder.

De-cen-cia.

Amparándose en esa virtud, Santos Sanz Villanueva declara que las obras del nocillero:

«no veo que conduzcan a ningún sitio» [7].

Moraleja: la trampa no yace exclusivamente en los nombres propios, sino especialmente en el «uso común»  y el «uso propio» de los sustantivos [8] y que se revela en el hecho de la falta de marcas fijas y sistemáticas entre ellos, pero ahí está el trabajo del reseñista/crítico que no ha de permitir que se llame Arte a lo que no es más que artesanía decorativa, funcional y bella, por supuesto, pero no más que artesanía manual con severas ínfulas de serialización.

Que si no, vamos a quedarnos como en aquel poema del brasileño Roberto Piva «Stenamina Boat», en el que:

«los árboles lanzan panfletos contra el cielo gris»

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[1] Álvaro Enrigue, Decencia. Ed. Anagrama. Barcelona. Febrero de 2011. [pág 14]

[2] Casey Affleck interviewed by Michael Cieply. Documentary? Better call it performance art. The New York Times. 16-09-2010.

[3] & [4] Ignacio Echevarría. Puritanismo. El Cultural. 04-03-2011.

[5] Programa Nostromo. Rafael Chirbes + Jóvenes escritores y la realidad. Rtve/Canal Cultural. 03-Marzo-2010.

[6] & [7] Santos Sanz Villanueva. Reseña de El hacedor (de Borges) Remake. El Cultural. 04-03-2011.

[8] Francisco Marsá.»Vida del nombre propio», en El cambio lingüístico en la Romania. Virgili-Pagés. Lérida. 1990. [págs 43-60]

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La narrativa del silencio

[**Publicado originalmente en SalonKritikaquí-]

 

A José Luis Brea, porque nos encendió los ojos

 

——->>Lo lúdico es una parte (más) de lo serio


Lo lúdico no es lo contrario de lo serio, sino el habitante de sus márgenes, la alteridad silenciosa e infortunada a la que (com)padecemos con el regalo de unas pocas migajas sobrantes del gran pastel de la cultura.

Pensemos, por un momento, en el idealismo orsiano del noucentisme, aquel que fija sus límites en el patrón clásico del ritmo armónico. Y pensemos en ese ideario de Eugeni d´Ors que es el de un nuevo clasicismo de raigambre estética mediterranista, es decir, latina, que huyese del exceso irracionalista y sentimental de los románticos alemanes. Que huyese, pues, del lado de la seriedad que obliga –irremediablemente- al concierto de la tragedia.

Así, pues: trabajar el concepto y el juego imaginativo. Una literatura seria, pero que aspirase a dar cabida al homo ludens de Huizinga. Ese fue en un momento determinado el propósito de la literatura (hasta el ascenso y rápida caída de las vanguardias), y cuyo proyecto quedó en suspenso hasta hoy.
Se trata de liberar a la palabra del lenguaje y a la razón de sí misma. Salirse del “círculo epistemológico” del que habla Isidoro Valcárcel, sin que ello nos obligue necesariamente a perpetuar la melancolía de nuestros límites asumidos. Esa hiperconsciencia que nos separa de una literatura que pueda significar una “gramática natural”, y que debe huir de todo “autoanálisis crítico, lógico o menos lógico”, puesto que ello es lo único que puede situarla autónoma (o, tal vez, postautónomamente) al vasallaje que ésta le prestó primero a la religión y, más tarde, a la ciencia.

En la época postmoderna, tras las vanguardias, tal vez debido a la despersonalización del estatuto científico y su constitución como mero afiche de un discurso posible (entre tantos otros), el proyecto de una literatura lúdica quedó reducido a una frágil combinatoria de posibilidades o azares, regidos por el único afán de descoordinar empíricamente las piezas del lenguaje, por ver qué pasaba. Así, si el modernismo siguió el lema de “el arte por el arte”, los postmodernos se aplicaron esta otra máxima de “el juego por el juego”. En ambos casos se propone una huida de la realidad, de la realidad objetiva, y de la realidad lingüística, respectivamente.

Quizá, la lección que debiéramos aprender de esto sería la de buscar un híbrido de ambas tendencias para reanudar el camino. Haciendo uso de ese derecho de la continuidad de la tradición de la que hablaba Jaspers, sería bueno recuperar lo que, de provechoso, nos ha traído, de un lado el postmodernismo y, del otro, el proyecto inacabado de la Ilustración. Y es que, en el fondo, no son sino partes constituyentes de lo mismo: el último con su trasfondo trágico y el primero con su juguetón e implosivo narcisismo.

Así, como dice el poeta Carlos Barral en sus Diarios, “no basta hablar de crisis, hay que hablar –como en política- de un estado crítico habitual”. En fin, que deberíamos acostumbrarnos a “habitar la onda”, como sugería Rilke, a cabalgar entre diferentes tendencias, agarrando lo mejor de cada una de ellas; el reto de la nueva literatura será –pues- hacer buen uso de su flexibilidad estructural y abrigar un provechoso eclecticismo.

Las tesis altermodernas expuestas por Bourriard como superación del postmodernismo, o acaso como síntesis de lo mejor de aquel, podrán validar las experiencias que vincularán texto e imagen, incluso la visión compartida y desacomplejada de un topos glocal, en la búsqueda de la singularidad que afronte la creciente y omnívora standarización de los valores y que, por sobre todas las cosas, huya de la nostalgia como de la peste. Su carácter lúdico, en el sentido de dar cabida a cierto tipo de “ pensamiento colectivo”; el arte entendido como la experiencia de un viaje en construcción, que dé cuenta de la precariedad contemporánea y que se afirme en lo transitorio, será lo que más nos interesará de esta altermodernidad. No obstante, rechazaremos de pleno su concepto del arte como traducción o subtitulación simultánea. Por el contrario, defenderemos la imbricación sincera de forma y contenido, sin que medie en ella separación o distancia paródica, natura naturans, la (re)apropiación de la naturaleza que debe ser interceptada en el proceso paulatino de ser ella misma.

La corriente post-irónica nos será útil para promover una literatura corpórea, hecha de materiales orgánicos, que clame por ser la cosa en sí misma, directa al sistema nervioso central, como quería Bacon. Esto será solo posible a través de la fuerza creadora del verbo y de la elipsis de sus complementos decorativos, que quedarán flotando –innominados-como la sombra de una atmósfera que se intuye. Una literatura que, contra la distracción multimedia, nos lleve allá donde quería T. S. Eliott, a ese “still point of the turning world”. Porque para que la literatura sea considerada en su intrínseca seriedad, cierto grado de primitivismo será positivo, pues así no recelará de ella la conciencia, al estar actuando decididamente en el instante, en una suma de múltiples, simultáneos instantes, más bien. Para ello resulta capital que el escritor abandone su rol de turista de la cultura y del mundo. Porque la información es incorpórea y, por lo tanto, metafísica.

 

——->>La ética narrativa


La literatura seria no debe recelar del error (incluso siendo éste inducido ingenuamente por el pensamiento) ni mucho menos de la tentación del fracaso. Las obras contemporáneas no pueden partir del capricho de una tesis que se propongan cumplir y refrendar, sino que han de ser ellas mismas (ese conjunto de palabras inacabado o provisional) la realidad de lo que se cuenta, sin intercesiones teóricas. Pues la obra de arte no ha de apelar al gusto o a la idea, sino al más puro instinto. A la espina dorsal del lector.

Ello no habrá de evitar que contengan las obras una ideología, pensar lo contrario sería una locura, pero no es menos cierto que, de haber alguna ideología, esta no podría ser sino un residuo humanista, un retrato de la decadencia y el propio agotamiento de la corriente del humanismo. No habrá más ética, pues, que la de dar cuenta exacta y pormenorizada del volumen, la disposición y la belleza de las cenizas cartesianas.

Sucede que, como dice Jacobo Sucari “la tecnología no es necesariamente ciencia, ni el reino de la razón”. Así, una literatura seria, pero que no renuncie a la parte lúdica de su seriedad, no se hallará reñida con los nuevos modos de expresión cibernética. A este respecto, pensamos que no es viable un transpersonalismo, así como tampoco una epistemología participativa. Tanto el uno como la otra, nos obligarían a renunciar a la originalidad individual, en favor de un colectivismo. Lo cual no nos parece favorecedor, dicho sea de paso, aun cuando asumiésemos que en él pudiésemos hallar esa universalidad reaccionaria de la que hablaba Walter Benjamin. Y es que, la reacción contra la visión claustrofóbica del presente, a pesar de que ello implique una ampliación del horizonte humano, se basa en una epistemología romántica. De ella, aquí rescataremos la intuición que se genera en las experiencias no ordinarias, nada más.

Por ello no nos vale tampoco la connivencia postmoderna con las teorías de la recepción y que propugna una suerte de “arte colectivista” en el que autor y público serían los responsables últimos de la obra. Puesto que así, de alguna forma, el autor queda eximido de la responsabilidad sobre el discurso, la ideología o, directamente, la calidad de la obra. Lo lúdico, esa parte constituyente de lo serio, aquí, arropado con el disfraz de la experimentalidad, tomaría tintes de boceto.
Si hubiésemos de hallar una solución intermedia que nos alejase del colectivismo latino, tampoco nos valdría esa frágil tregua que se ha puesto de moda últimamente en Norteamérica y que es el objetivismo de Ayn Rand, que propugna un realismo romántico de estirpe aristotélica, basado en la razón del interés propio. Así: un individualismo. Consecuencia última del verum et factum de Vico. No, el arte entendido como viaje sentimental hacia el interior de uno mismo no más que sería una estética de la falencia inalienable, frágil, sí, pura sí, pero también fútil, debido a la naturaleza ensimismada –obligatoriamente contextual- de sus constituyentes.

Por decirlo con otras palabras, el juego, en cuanto que diálogo que busca su veracidad en la prosopopeya, solamente es posible cuando el discurso evita monologar y confronta su(s) contrario(s). Pero, y he aquí lo importante, el otro no es el público, el lector, la audiencia, o el mundo, sino la propia posibilidad de lo otro en uno mismo, verbigracia: la contradicción. No la paradoja postmoderna, la contradicción. Y esa contradicción ha de hallarse insertada en el propio discurso. Es más, esa contingencia de múltiples asperezas de la identidad, se generaría en el acto mismo del diálogo, del juego forzosamente circunspecto. La ideología vendría por añadidura, arbitrada por el ambiente que la genera.

Pues para que una literatura pueda ser verdaderamente seria, como en algún momento lo fue, y cuyo proyecto de sedición quedó en suspenso, ha de darse lo que José Luís Brea llama “La restitución de la estructura de la conciencia desdichada”. La puesta de largo como identidad autónoma de esa conciencia se produciría, pues, en el acto mismo de la praxis literaria, que para colmar sus fines, hallará en la ética de sus remordimientos una guía certera sobre cómo actuar debidamente. Y así sabrá cómo, en ocasiones, la forma más segura de la contradicción es el silencio. Una literatura radicalmente seria, que quiera dar cuenta de la impotencia contemporánea, hallará en el armisticio un argumento de autoridad verdaderamente subversivo.

Como decía María Zambrano “la belleza tiene que ver con la fidelidad a lo originario” . Y, así, al comienzo de todo, no hubo más que silencio.

 

——->>Un ejemplo de escrupulosa inutilidad:

Les Balayeurs du désert [The desert sweepers], de Su-Mei Tse


El ritmo repetitivo, que busca en su misma absurda repetición una armonía que todavía no existe, en el sentido que le daba John Cage a la anticipación de una música desconocida (lo que contradice, por así decir, el propio discurso que la sustenta) es el rasgo más destacable de las obras de la artista francófona de origen chino/británico Su-Mei Tse.

Tomemos como ejemplo la obra en vídeo Les Balayeurs du désert [1], presentada en la Bienal de Venecia de 2003, e incluida en el proyecto global del pabellón de Luxemburgo Air Conditioning, y que fue premiada con el Leon de Oro de ese mismo año.

En el vídeo vemos a una cuadrilla de operarios de limpieza parisinos (distribuidos azarosamente en el espacio visual, pero nunca superponiéndose) que se dedican -de manera mecánica, quasi robótica- a barrer la arena del suelo de un desierto. Por sernos familiar (la imagen de unos operarios vestidos con unos reconocibles trajes verdes aderezados con las obligatorias -y estridentes-bandas reflectantes) no nos resulta menos dramática; esa intervención suya, esperanzada pero trágica, que trae como propósito una conquista utópica.

El contrapunto silencioso y árido del desierto sirve para contradecir la bonhomía del propósito: limpieza y orden son conceptos que chocan frontalmente con el caos de las formas en las que se organizan los miles de millones de pequeños gránulos de arena dispuestos caóticamente al capricho de los vientos. Así somos concientes de que por mucho que barran los barrenderos, los miles de millones de gránulos de arena seguirán agrupándose en formas cambiantes dictadas por la veleidad de las tormentas naturales del desierto. Es decir, sabemos a priori que su tarea es inútil. Pero su destreza, su incansable trabajo, nos conmueve, esa envalentonada confrontación liminal (y que, simbólicamente, se mueve entre lo narrativo y lo a-narrativo), nos resulta memorable, porque evidencia la lucha de la voluntad humana (una voluntad modernista) contra la impotencia postmoderna. Es, al mismo tiempo, un trabajo realizado con la mayor seriedad, pero que se sabe juego (por la imposibilidad de su logro real).
Gracias a tal contradicción terminológica, el vídeo captura un estado puro y perfecto de natura naturans, el hombre participando (así sea a la contra) en la (auto)creación de la naturaleza. Por ello, el hipnotismo melódico y secuencial de cada uno de los zarpazos de las hebras contra el rugoso suelo, se constituye como el preludio imprescindible para la revelación próxima de un enunciado todavía (des)conocido y que, tal vez, incluso ni se nos llegue a revelar nunca. Y este hecho, por su consabida ingenuidad, tiene tintes necesariamente humorísticos.

En ese juego ceremonioso que nos muestra Su-Mei Tse se halla el germen de lo único que la literatura, el arte, pueden hacer hoy por nosotros: recordarnos que el juego es siempre una cosa muy seria y que nuestro escenario contemporáneo -aunque a veces lo parezca- no es un bullicioso monopoly o un parchís, sino que se parece más a la insidia de ese rompecabezas mágico que es el cubo de Rubik, siempre igual, siempre diferente, como los desiertos, las matemáticas y las insatisfacciones.

 

[1] Su-Mei Tse The desert Sweepers (2003). El vídeo íntegro se puede ver aquí.

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La decadencia era esto

Ayer:

—->>>[1961]

Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y J.M. Castellet, posando frente a los talleres de Seix Barral (Carrer Provença, 219 // Barcelona)

Hoy:

—->>>[2010]

J. S. de Montfort posando frente al Parking Condal (Carrer Provença, 219 // Barcelona)

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Frío, frío, frío

El frío,

si he de pensar en algo que me caracterice como el personaje de la narrativa que es mi vida, este rasgo peculiar -el frío- sería el más definitorio, pienso.

O caigo en ello, al hilo del recordatorio que me hace un amigo mío en un mail reciente, me decía: «tú siempre has tenido frío […] La verdad es que siempre tenía ganas de ofrecerte mi abrigo».

Y es verdad, que ahora, en manga corta, pero sin embargo con una estufa al lado, amén de una manta sobre las piernas, sigo teniendo frío.

A pesar del café caliente.

Frío, frío, frío.

Pienso en una de las primeras imágenes que recuerdo de mi mismo.

De mi infancia.

La más lejana no rebasa el linde de los nueve o diez años (no recuerdo nada de antes), en el colegio, en pleno invierno. Me recuerdo a mí mismo en manga corta, tiritando, pero feliz, en el patio del colegio.

Recuerdo cómo todos los demás van abrigados, con bufandas incluso, pero yo corro, correteo por el patio del colegio de los Carmelitas, en manga corta, el vello erizado. Pero feliz (indolente, al menos).

Durante un tiempo este frío se cifró racionalmente como una actitud reivindicativa de reproche a los desmanes del invierno.

Quizá una actitud algo naïf: conseguiré vencer al invierno, me decía, no haciéndole caso, así, por fuerza, dejara de existir. Esta era mi actitud.

Bueno, lo sigue siendo.

Pero vayamos a la pregunta más pertinente y la que ha propiciado la escritura de esta reflexión, pues mis instancias biográficas resultan de escaso interés.

A ver, la pregunta pertinente -para mí, al menos-: ¿es mi narrativa gélida?

¿intersecciona mi biografía, mi yo narrativo real, digamos, con los personajes ficticios de mi narrativa?

Hago la prueba (re)leyendo varios relatos pertenecientes al libro La tristeza de los cedros.

En «Hanna», se llama el relato, en el arranque de la narración se nos dice:

«El frío enrojecía su nariz y Hanna hacía por cubrírsela, intentando meterla en su propio cuello. Llevaba el pelo además escondido bajo la capucha verde de la guerrera, la mochila roja colgada de los hombros. Era una chica menuda.»

Otro ejemplo, más o menos al azar, el relato lleva por nombre «Clases de teatro»; en él se dice:

«A los minutos de estar paseando, Claudia comprobó cómo Julio temblaba. Llevaba apenas una camiseta negra de manga corta y una chaqueta vaquera. Con todo, no hacía demasiado frío para ser noviembre.»

Y todavía en un tercero, «Un amor de verano», al finalizar el texto, al protagonista le sucede que:

«A Jaime el frío ya se le estaba colando por el hueco de la camisa, que se le había salido de los pantalones.

Estaba terriblemente sudado»

Es interesante poner la nota sobre el hecho de que Andy Warhol decía que «con los años sesenta se terminó todo porque la gente olvidó lo que eran las emociones y jamás volvió a recordarlo».

Tal vez esto explicaría el porqué la narrativa española de los noventa, entre otras muchos mandamientos, tenían como ley «la expresión de pasividad […] la sexualidad sin erotismo […] la soledad y el fracaso […] la conciencia generacional […] y la ausencia de notas líricas» [1].

Así, pues, sirva esto para destacar que los primeros escalofríos ya se hicieron sentir en la década de los 90.

Ahora, ya en el siglo XXI,  el escritor José Ángel Cilleruelo dice que «La emoción, como los buñuelos, es un sentimiento hueco, sin contenido.» [2].

Yo no sé si esa frialdad, esa ausencia sentimental o nostálgica explicaría el adelgazamiento tanto estético como argumental e ideológico de la narrativa contemporánea, la más actual, que parece una narrativa traducida, presentista y vacua en sus pretensiones audiovisuales (de imágenes planas que no hacen más que sucederse la una a la otra, con la única solución de continuidad que es el desarrollo de una trama detectivesca), pero lo que sí es cierto es que, en ella, en esta narrativa fría y aséptica, la emoción es un rasgo que no parece jugar un papel importante y que, más aún, parece hallarse fuera de plano.

Irónicamente, no sé si esto explicaría, a su vez, el interés del sector editorial y del público lector por las literaturas nórdicas, la literatura noir y la narrativa copiada de las de teleseries cuya mayor virtud es la imbricación endiablada de tramas azarosas.

En fin, no estoy del todo seguro, ya digo.

No obstante, ese frío que sienten mis personajes y que yo siento en la vida real me hace sentirme contemporáneo de mi mismo, y no sé hasta qué punto esto es bueno, malo o inevitable.

– – –  – – – –  – –

[1] Juan Antonio Masoliver Ródenas. Voces contemporáneas. Ed. Acantilado. Barcelona. 2004. [pág 71]

[2] José Ángel Cilleruelo. El visir de Abisinia. Las nubes, 3. 8-Diciembre-2010.

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A veces…

Hay tanto que escribir,

tanto tanto por escribir que… a veces, casi que uno prefiere no tener que hacerlo.

Porque el empacho es signo de que quizá no sea más que vómito lo que se pretende -lo que uno pretende- hacer pasar por hemorragia.

Y así, me doy hoy a compartir la misma experiencia de Nacho Gallego cuando, en su libro póstumo El lenguaje de las células y otros viajes, dice que

«me era necesario buscar una mirada distinta, desde afuera, y la encontraba en los demás» [1].

A mí, cuando me sucede esto, me gusta buscar esa mirada ajena en las obras pictóricas.

Sí, prefiero por sobre todas las otras artes plásticas, la pintura.

Será justamente -quizá- porque parece hoy algo tan analógico y fundamental, la pintura, un ejercicio casi de arqueología nostálgica;

será por eso, supongo, que me parece tan estimable o sugestiva, y necesaria.

La pintura.

Porque sólo esa oquedad ilustre del óleo puede ofrecernos hallazgos que nos instruyan en su cínica sobriedad,  nos extrañen por su carácter a/histórico y nos conmuevan por la extrañeza de su mensaje.

Hoy, para mí, esa forma de mirarme desde el exterior ha surgido desde un cuadro encontrado azarosamente;

es de Pere Llobera, y se llama Hunted Gibson (2008).

Y así,

como el personaje de este relato narrativo trazado figurativamente, el hombre que busca guitarras eléctricas en la jungla,

así mi cartografía sentimental de hoy:

un hombre -yo- que busca -ingenuamente- la belleza de las palabras en ese infierno de especulación matemática que es la vida.

 

Pere Llobera "Hunted Gibson" (2008)

 

[1] Nacho Gallego. El lenguaje de las células y otros viajes. Ed. Caballo de Troya. Madrid. Octubre de 2010. [pág 14]

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Una frase (o dos) para salvar el mundo

Hay frases…

en las que uno atisba una impasible afrenta contra la realidad.

Como la siguiente, de Marta Sanz, dice:

«el esfuerzo es elitista» [1].

O esta otra, de Zamora Vicente, dice:

«Todo ha sido desplazado a otros sitios innominados, víctima de la prisa, del tráfago torrencial» [2].

La primera es una frase sobria, certera, clarificadora: una de esas frases-prólogo, de las que abren el ámbito del discurso, gracias a su compacta sintaxis y a su contenido provocador;

la segunda es -por contra- una frase abatida, de las que postceden, una frase-epílogo, dado su cuerpo frágil que se arrastra en su languidez moribunda, fatalista o acaso solo melancólica.

Pero ambas frases son valientes, ambas muerden.

Así, se diría que la primera frase es el diagnóstico y la segunda su descripción, o mejor, la constatación empírica de sus estragos funestos.

Pero, irónicamente, la primera frase fue escrita hace menos de un mes, el 24 de octubre de 2010, en tanto que la segunda se escribió el 10 de Marzo de 1968.

Las dos frases fueron escritas para los suplementos culturales, son parte pues de un artículo periodístico pensado para ser publicado en un diario de ámbito nacional.

Podríamos sacar de esto algunas conclusiones:

podríamos pensar que el futuro no es más que un pasado que cayó en el olvido y que la historia no es más que un futuro al que las orejas del mundo no han querido dar crédito.

Sea como fuere, lo innegable es la belleza de ambas frases, en soledad y conjuntamente.

Y esa belleza reside exclusivamente en su verdad.

Verdad necesaria, pues,

punzón que troncha el esqueleto de la realidad más tenebrosa, a la búsqueda de su esencia más clara;

único pasadizo favorable para esclarecer la negrura del actual presentismo y,

de igual modo,

condición forzosa para que la posibilidad de un iluminador pasado y la nostalgia de un porvenir nos puedan presentar conjuntamente toda su belleza:

esa persistencia, esa continuidad, que sería -a la vez- nuestra salvación.

– – –  – – – – –

[1] Marta Sanz. Ni hablar. El Cultural/El Mundo. 24-09.2010.

[2] Alonso Zamora Vicente. «Paseando», incluido en Suplemento literario. Ed. Espasa-Calpe. Madrid. 1984. [pág 144]

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(Mis) Memorias Literarias

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Retórica del objeto (espiritual)

En efecto, es tiempo de re-lecturas.

Vuelvo a El último encuentro de Sándor Márai y, bien pronto, hallo la siguiente frase : «en los picaportes se sentía el temblor de unas manos de antaño, el fulgor de momentos pasados, llenos de duda, cuando aquellas manos no se atrevían a abrir una puerta» [1].

La frase me estremece por su ambivalencia: precisa y evocativa al mismo tiempo; se fija en ella un terror inconcreto, pero, a la vez, un sentimiento esencial, como un susurro contagioso, que nos advierte en aquel objeto (un mezquino picaporte) de la tragedia real de los personajes que lo tocaron, rozaron y, finalmente, temieron.

La memoria de los hombres impregnada en los objetos.

Una técnica bien propia del decadentismo italiano, por ejemplo.

Me interesa, ese decadentismo, pero aplicado al presente.

Eso es lo que trato de conseguir en mi novela Nadie se enamora en Noviembre. Aquí hay también un chalet viejo, cerca del mar mediterráneo, inhabitado, al que alguien regresa.

Cada vez es más complicada una retórica de similares características, pienso, en el presente, puesto que lo que consideramos hoy ruinas urbanas, son objetos sin propósito, nunca o apenas habitados o utilizados, es decir, objetos potenciales, a los que se les ha negado la identidad y, por tanto, la memoria.

Cada vez es más raro que alguien cuente con una propiedad inmobiliaria familiar en la que instalarse. Todo ha sido vendido, o derruido y construido de nuevo.

La mayoría de la gente, no obstante, se ha mudado de ciudad, incluso abandonado su país, o acaso vive en un perpetuo estado de alquiler.

Y una casa de alquiler, igual que una casa de huéspedes o un hotel, no albergan más memoria que el ínfimo recuento de algunas anécdotas (no necesariamente verdaderas).

Por ello se hizo tan popular en la segunda mitad del siglo XX el land art.  Porque al arte no más que le quedaba recurrir a los espacios yermos de la naturaleza olvidada.

Pero hoy, la naturaleza, es apenas un concepto. Es algo en lo que se ha de creer firmemente, no admite réplica, así el cambio climático o el ecofeminismo.

Porque… ¿acaso se acuerda alguien de la capa de ozono?

No, qué va.

Y leyendo, y (re)leyendo, curioseo la columna La Hora Atómica de Ruben Lardín, donde éste dice que:

«Partimos de que no tengo por qué estar yo en todo lo que digo, ni siquiera aproximarme» [2].

Y, a lo mejor, pienso, como ya pensé antes, y lo vengo pensando desde hace largos años, que en el presente, al arte, no le queda más que tantear las aproximaciones.

Es decir, que como no queda certeza incuestionable del objeto, no podemos impregnarlo de ningún sentimiento humano.

Y que si antes sí era así, era por la creencia del ser humano en lo matérico (en franca retirada hoy, en tanto que matérico inamovible).

Pienso en lo que dice el historiador Ricard Vinyes, pues que:

«La ideología no tiene capacidad de diálogo porque no nace para eso, y la memoria por ella creada, la memoria administrativa obuena memoria, tampoco, porque es una memoria deliberadamente única, sustitutiva» [3].

Así, tal vez, con lo que hemos acabado (y lo que nos impide desarrollar ese tipo de decadentismo «canónico») es con la credulidad frente al objeto, la materia; lo inapelable.

Así, hoy no tendríamos más remedio (en el arte) que recurrir a una suerte de decadentismo lírico -o líquido-; aquel que se sustenta en la flexibilidad moral y espiritual del individuo. Un decadentismo poético.

Quizá, el objeto que hoy esté verdaderamente en crisis, sea el propio ser humano, el artista. Y ello porque nadie cree en él, tal vez siquiera él mismo.

Y sólo la poesía -ojalá- podría salvarlo de su falta de crédito

(o proveerle de los sentimientos de los que parece carecer).

– – –  – – – – –

[1] Sándor Márai. El último encuentro. Ed. Salamandra. Barcelona. 5ª edición, julio de 2000. [pág 27]

[2] Ruben Lardín. La hora atómica: Seis. El Butano Popular. 22-10-2010.

[3] Ricard Vinyes.La reconciliación como ideología. El País. 12-08-2010.

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BONUS TRACK:

Martha Rossler presenta en La Virreina (La Rambla, 99 Bcn) su proyecto de archivo documental sobre la vivienda (y su carencia) «If you lived here still…» (hasta el 30 de Enero de 2011),  donde, entre otras cosas, da cuenta de los inicios de la gentrificación y sus problemas derivados.

+ info: aquí.


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