[**Publicado originalmente en SalonKritik –aquí-]
A José Luis Brea, porque nos encendió los ojos
——->>Lo lúdico es una parte (más) de lo serio
Lo lúdico no es lo contrario de lo serio, sino el habitante de sus márgenes, la alteridad silenciosa e infortunada a la que (com)padecemos con el regalo de unas pocas migajas sobrantes del gran pastel de la cultura.
Pensemos, por un momento, en el idealismo orsiano del noucentisme, aquel que fija sus límites en el patrón clásico del ritmo armónico. Y pensemos en ese ideario de Eugeni d´Ors que es el de un nuevo clasicismo de raigambre estética mediterranista, es decir, latina, que huyese del exceso irracionalista y sentimental de los románticos alemanes. Que huyese, pues, del lado de la seriedad que obliga –irremediablemente- al concierto de la tragedia.
Así, pues: trabajar el concepto y el juego imaginativo. Una literatura seria, pero que aspirase a dar cabida al homo ludens de Huizinga. Ese fue en un momento determinado el propósito de la literatura (hasta el ascenso y rápida caída de las vanguardias), y cuyo proyecto quedó en suspenso hasta hoy.
Se trata de liberar a la palabra del lenguaje y a la razón de sí misma. Salirse del “círculo epistemológico” del que habla Isidoro Valcárcel, sin que ello nos obligue necesariamente a perpetuar la melancolía de nuestros límites asumidos. Esa hiperconsciencia que nos separa de una literatura que pueda significar una “gramática natural”, y que debe huir de todo “autoanálisis crítico, lógico o menos lógico”, puesto que ello es lo único que puede situarla autónoma (o, tal vez, postautónomamente) al vasallaje que ésta le prestó primero a la religión y, más tarde, a la ciencia.
En la época postmoderna, tras las vanguardias, tal vez debido a la despersonalización del estatuto científico y su constitución como mero afiche de un discurso posible (entre tantos otros), el proyecto de una literatura lúdica quedó reducido a una frágil combinatoria de posibilidades o azares, regidos por el único afán de descoordinar empíricamente las piezas del lenguaje, por ver qué pasaba. Así, si el modernismo siguió el lema de “el arte por el arte”, los postmodernos se aplicaron esta otra máxima de “el juego por el juego”. En ambos casos se propone una huida de la realidad, de la realidad objetiva, y de la realidad lingüística, respectivamente.
Quizá, la lección que debiéramos aprender de esto sería la de buscar un híbrido de ambas tendencias para reanudar el camino. Haciendo uso de ese derecho de la continuidad de la tradición de la que hablaba Jaspers, sería bueno recuperar lo que, de provechoso, nos ha traído, de un lado el postmodernismo y, del otro, el proyecto inacabado de la Ilustración. Y es que, en el fondo, no son sino partes constituyentes de lo mismo: el último con su trasfondo trágico y el primero con su juguetón e implosivo narcisismo.
Así, como dice el poeta Carlos Barral en sus Diarios, “no basta hablar de crisis, hay que hablar –como en política- de un estado crítico habitual”. En fin, que deberíamos acostumbrarnos a “habitar la onda”, como sugería Rilke, a cabalgar entre diferentes tendencias, agarrando lo mejor de cada una de ellas; el reto de la nueva literatura será –pues- hacer buen uso de su flexibilidad estructural y abrigar un provechoso eclecticismo.
Las tesis altermodernas expuestas por Bourriard como superación del postmodernismo, o acaso como síntesis de lo mejor de aquel, podrán validar las experiencias que vincularán texto e imagen, incluso la visión compartida y desacomplejada de un topos glocal, en la búsqueda de la singularidad que afronte la creciente y omnívora standarización de los valores y que, por sobre todas las cosas, huya de la nostalgia como de la peste. Su carácter lúdico, en el sentido de dar cabida a cierto tipo de “ pensamiento colectivo”; el arte entendido como la experiencia de un viaje en construcción, que dé cuenta de la precariedad contemporánea y que se afirme en lo transitorio, será lo que más nos interesará de esta altermodernidad. No obstante, rechazaremos de pleno su concepto del arte como traducción o subtitulación simultánea. Por el contrario, defenderemos la imbricación sincera de forma y contenido, sin que medie en ella separación o distancia paródica, natura naturans, la (re)apropiación de la naturaleza que debe ser interceptada en el proceso paulatino de ser ella misma.
La corriente post-irónica nos será útil para promover una literatura corpórea, hecha de materiales orgánicos, que clame por ser la cosa en sí misma, directa al sistema nervioso central, como quería Bacon. Esto será solo posible a través de la fuerza creadora del verbo y de la elipsis de sus complementos decorativos, que quedarán flotando –innominados-como la sombra de una atmósfera que se intuye. Una literatura que, contra la distracción multimedia, nos lleve allá donde quería T. S. Eliott, a ese “still point of the turning world”. Porque para que la literatura sea considerada en su intrínseca seriedad, cierto grado de primitivismo será positivo, pues así no recelará de ella la conciencia, al estar actuando decididamente en el instante, en una suma de múltiples, simultáneos instantes, más bien. Para ello resulta capital que el escritor abandone su rol de turista de la cultura y del mundo. Porque la información es incorpórea y, por lo tanto, metafísica.
——->>La ética narrativa
La literatura seria no debe recelar del error (incluso siendo éste inducido ingenuamente por el pensamiento) ni mucho menos de la tentación del fracaso. Las obras contemporáneas no pueden partir del capricho de una tesis que se propongan cumplir y refrendar, sino que han de ser ellas mismas (ese conjunto de palabras inacabado o provisional) la realidad de lo que se cuenta, sin intercesiones teóricas. Pues la obra de arte no ha de apelar al gusto o a la idea, sino al más puro instinto. A la espina dorsal del lector.
Ello no habrá de evitar que contengan las obras una ideología, pensar lo contrario sería una locura, pero no es menos cierto que, de haber alguna ideología, esta no podría ser sino un residuo humanista, un retrato de la decadencia y el propio agotamiento de la corriente del humanismo. No habrá más ética, pues, que la de dar cuenta exacta y pormenorizada del volumen, la disposición y la belleza de las cenizas cartesianas.
Sucede que, como dice Jacobo Sucari “la tecnología no es necesariamente ciencia, ni el reino de la razón”. Así, una literatura seria, pero que no renuncie a la parte lúdica de su seriedad, no se hallará reñida con los nuevos modos de expresión cibernética. A este respecto, pensamos que no es viable un transpersonalismo, así como tampoco una epistemología participativa. Tanto el uno como la otra, nos obligarían a renunciar a la originalidad individual, en favor de un colectivismo. Lo cual no nos parece favorecedor, dicho sea de paso, aun cuando asumiésemos que en él pudiésemos hallar esa universalidad reaccionaria de la que hablaba Walter Benjamin. Y es que, la reacción contra la visión claustrofóbica del presente, a pesar de que ello implique una ampliación del horizonte humano, se basa en una epistemología romántica. De ella, aquí rescataremos la intuición que se genera en las experiencias no ordinarias, nada más.
Por ello no nos vale tampoco la connivencia postmoderna con las teorías de la recepción y que propugna una suerte de “arte colectivista” en el que autor y público serían los responsables últimos de la obra. Puesto que así, de alguna forma, el autor queda eximido de la responsabilidad sobre el discurso, la ideología o, directamente, la calidad de la obra. Lo lúdico, esa parte constituyente de lo serio, aquí, arropado con el disfraz de la experimentalidad, tomaría tintes de boceto.
Si hubiésemos de hallar una solución intermedia que nos alejase del colectivismo latino, tampoco nos valdría esa frágil tregua que se ha puesto de moda últimamente en Norteamérica y que es el objetivismo de Ayn Rand, que propugna un realismo romántico de estirpe aristotélica, basado en la razón del interés propio. Así: un individualismo. Consecuencia última del verum et factum de Vico. No, el arte entendido como viaje sentimental hacia el interior de uno mismo no más que sería una estética de la falencia inalienable, frágil, sí, pura sí, pero también fútil, debido a la naturaleza ensimismada –obligatoriamente contextual- de sus constituyentes.
Por decirlo con otras palabras, el juego, en cuanto que diálogo que busca su veracidad en la prosopopeya, solamente es posible cuando el discurso evita monologar y confronta su(s) contrario(s). Pero, y he aquí lo importante, el otro no es el público, el lector, la audiencia, o el mundo, sino la propia posibilidad de lo otro en uno mismo, verbigracia: la contradicción. No la paradoja postmoderna, la contradicción. Y esa contradicción ha de hallarse insertada en el propio discurso. Es más, esa contingencia de múltiples asperezas de la identidad, se generaría en el acto mismo del diálogo, del juego forzosamente circunspecto. La ideología vendría por añadidura, arbitrada por el ambiente que la genera.
Pues para que una literatura pueda ser verdaderamente seria, como en algún momento lo fue, y cuyo proyecto de sedición quedó en suspenso, ha de darse lo que José Luís Brea llama “La restitución de la estructura de la conciencia desdichada”. La puesta de largo como identidad autónoma de esa conciencia se produciría, pues, en el acto mismo de la praxis literaria, que para colmar sus fines, hallará en la ética de sus remordimientos una guía certera sobre cómo actuar debidamente. Y así sabrá cómo, en ocasiones, la forma más segura de la contradicción es el silencio. Una literatura radicalmente seria, que quiera dar cuenta de la impotencia contemporánea, hallará en el armisticio un argumento de autoridad verdaderamente subversivo.
Como decía María Zambrano “la belleza tiene que ver con la fidelidad a lo originario” . Y, así, al comienzo de todo, no hubo más que silencio.
——->>Un ejemplo de escrupulosa inutilidad:
Les Balayeurs du désert [The desert sweepers], de Su-Mei Tse
El ritmo repetitivo, que busca en su misma absurda repetición una armonía que todavía no existe, en el sentido que le daba John Cage a la anticipación de una música desconocida (lo que contradice, por así decir, el propio discurso que la sustenta) es el rasgo más destacable de las obras de la artista francófona de origen chino/británico Su-Mei Tse.
Tomemos como ejemplo la obra en vídeo Les Balayeurs du désert [1], presentada en la Bienal de Venecia de 2003, e incluida en el proyecto global del pabellón de Luxemburgo Air Conditioning, y que fue premiada con el Leon de Oro de ese mismo año.
En el vídeo vemos a una cuadrilla de operarios de limpieza parisinos (distribuidos azarosamente en el espacio visual, pero nunca superponiéndose) que se dedican -de manera mecánica, quasi robótica- a barrer la arena del suelo de un desierto. Por sernos familiar (la imagen de unos operarios vestidos con unos reconocibles trajes verdes aderezados con las obligatorias -y estridentes-bandas reflectantes) no nos resulta menos dramática; esa intervención suya, esperanzada pero trágica, que trae como propósito una conquista utópica.
El contrapunto silencioso y árido del desierto sirve para contradecir la bonhomía del propósito: limpieza y orden son conceptos que chocan frontalmente con el caos de las formas en las que se organizan los miles de millones de pequeños gránulos de arena dispuestos caóticamente al capricho de los vientos. Así somos concientes de que por mucho que barran los barrenderos, los miles de millones de gránulos de arena seguirán agrupándose en formas cambiantes dictadas por la veleidad de las tormentas naturales del desierto. Es decir, sabemos a priori que su tarea es inútil. Pero su destreza, su incansable trabajo, nos conmueve, esa envalentonada confrontación liminal (y que, simbólicamente, se mueve entre lo narrativo y lo a-narrativo), nos resulta memorable, porque evidencia la lucha de la voluntad humana (una voluntad modernista) contra la impotencia postmoderna. Es, al mismo tiempo, un trabajo realizado con la mayor seriedad, pero que se sabe juego (por la imposibilidad de su logro real).
Gracias a tal contradicción terminológica, el vídeo captura un estado puro y perfecto de natura naturans, el hombre participando (así sea a la contra) en la (auto)creación de la naturaleza. Por ello, el hipnotismo melódico y secuencial de cada uno de los zarpazos de las hebras contra el rugoso suelo, se constituye como el preludio imprescindible para la revelación próxima de un enunciado todavía (des)conocido y que, tal vez, incluso ni se nos llegue a revelar nunca. Y este hecho, por su consabida ingenuidad, tiene tintes necesariamente humorísticos.
En ese juego ceremonioso que nos muestra Su-Mei Tse se halla el germen de lo único que la literatura, el arte, pueden hacer hoy por nosotros: recordarnos que el juego es siempre una cosa muy seria y que nuestro escenario contemporáneo -aunque a veces lo parezca- no es un bullicioso monopoly o un parchís, sino que se parece más a la insidia de ese rompecabezas mágico que es el cubo de Rubik, siempre igual, siempre diferente, como los desiertos, las matemáticas y las insatisfacciones.
[1] Su-Mei Tse The desert Sweepers (2003). El vídeo íntegro se puede ver aquí.