Estos días pasados
vi en la web del Canal Cultural de RTVE un maravilloso documental sobre Roberto Bolaño y que llevaba por subtítulo El último maldito (aquí).
No se habla en él sino tangencialmente de la figura pública de Bolaño, ni de su casi inmediata canonización tras su triste y dolorosa muerte, el 14 de Julio de 2003.
El filme indaga en la personalidad más cotidiana del escritor, y es que de consensuarla se ocupan kiosqueras, tenderos de bar, dependientes de tiendas de wargames y ex-pasteleros. Es decir, la gente que, efectivamente, compartió con él la alegría de vivir, de vivir cada día, y cuyas palabras ilustran cómo “jamás hay que perder de vista que vivir y escribir no admite bromas, aunque uno sonría” [1].
Y es que una cosa que aprendemos viendo el documental es que “la historia está siempre presente, influye en cada día de la semana” [2]. Porque la historia de un escritor se hace a cada minuto, en cada suspiro y al menor vahido; y es que, en realidad, un escritor puede estar más influenciado por el mar de Blanes (como Bolaño) que no por, pongámosle (y aunque él mismo se obstinase en afirmarlo), Georges Perec.
También puede quedar uno influenciado por sus seres más cercanos, como lo está por su madre el escritor húngaro Péter Estarházy, quien confiesa que, sin embargo, no escribió su última novela Sin arte (El Acantilado) exactamente para “esclarecer mi relación con mi madre” [3]. Pero tampoco afirma esto sobre Armonía Celeste, un libro de 800 páginas que, sin embargo, está lleno de hilarantes ingeniosidades y dardos malvados, no tanto contra su padre, sino contra las diferentes (y posibles) aristas de su padre (reales o inventadas, tanto da).
En Sin arte, vemos más que la narración de una historia, el reflejo del rumor del pensamiento del autor, que divaga, vuelve y va, se contradice, duda, y continúa, y no tanto el típico recuento exhaustivo de las vivencias del escritor.
La gran virtud de esta prosa de Esterházy es que siempre continúa, que le queda carrete siempre; una prosa poderosa, pues, la suya, una infatigable pulsión (clásica, pero rabiosamente contemporánea) que condena a este libro a tener que arremolinarse en torno a escuetos fragmentos, que van superponiéndose al modo en el que se construyen las pirámides.
Y en el vértice, allá arriba, siempre intocable y magnífica: su madre.
Se podría decir, pues, que Esterházy utiliza una forma contemporánea del modernismo, a saber, contra el resabiado flujo de conciencia del personaje/protagonista, Esterházy se sirve de la técnica de la liana: como un Tarzán húngaro, va danzando de aquí allá, ora se agarra aquí en esta liana, ora en aquella otra, según lo que le va viniendo al paso, y dependiendo del viento, la inclinación del terreno o cualquier otra eventualidad.
Por ello, lo que dicta la narración no es tanto la evocación pertinaz de un recuerdo que se relaciona a algo concreto, sino la mera cercanía sintáctica o semántica. Y ello, dota a la narración de una cualidad dinámica que es la que le da la vida, pues al estar en continuo movimiento (y es un movimiento de la más pura inteligencia), el libro está siempre vivo y saltarín sobre las manos de uno.
El libro se compone de 12 fragmentos (entre los que se incluye un epílogo) y que guardan cierta similitud con la idea de la recomposición del ser de Plotino; podríamos decir que esa suerte de luz concéntrica que se reúne al final de la novela y da valor a las 12 dispersiones (o fragmentos) del pensamiento, conforma un falo totémico y que tendría una forma más o menos poliédrica en su vértice, tal que un monolito.
Y en el seno de la construcción: la voz del escritor, su escritura, que avanza a bocanadas secas, que nada por la vida de las palabras al estilo mariposa:
brazada a brazada.
El único límite de este libro es quizá que el autor “percibe lo que está permitido y lo que no. Lo cual no es exactamente lo mismo que lo que puedo contar a mi madre” [4].
Y he aquí el nudo del libro, que no es un libro sobre la madre, sino, más bien, para la madre.
La novela empieza y termina con la madre de Esterhàzy, Lili (con una “l” y sin “y” [5], que no consigue hacerle entender a su hijo la teoría del fuera de juego del fútbol, con el hijo en el hospital, tras una operación en la pierna, “harto de que me cortaran la carne, de que me trincharan […] de que me trocearan” [6].
Es un libro también de voces, habla su madre, habla su padre, habla su tía Emma, su segundo entrenador, don Lajos “el Mago” (cuyas palabras “parecen caricias” [7]) el ídolo del balompié húngaro Puskas, Adalbert Tóth (otro jugador de fútbol), Kaszás junior (también jugador, hijo de un “artista” zapatero), su tío Sárli (que “jugaba a cartas con la policía y con otros organismos del poder democráticamente represores” [8] y les ganaba haciendo siempre trampas), su vecino el millonario disciplinado o Miki Görög, “prueba palpable de que la mente civil y la mente futbolística, la inteligencia, la sensibilidad, no son lo mismo” [9] (y que es a quien se le dedica el epílogo).
En fin de cuentas: una especie de voces que hablan desde el cementerio, todos muertos, pues.
Lo podríamos resumir de la siguiente forma:
“El que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera” [10].
O dicho en las propias palabras de Esterházy: “mi yo observador […] observaba y observaba y sólo veía y admitía en el mundo aquello que ya había observado” [11].
En un momento el libro se rompe, allá por la página 189, coincidiendo con el capítulo dedicado a la “Despedida de los protagonistas y de otras unidades lingüísticas”. Es decir, los propios protagonistas, sus voces yermas enfrentan descaradamente al autor, acusándole, diciéndole: “eres un personajillo de mierda” o “siempre ha seguido igual de arrogante […] Creído. Vanidoso [..] soberbio. Exigente. Gallardo” [12].
Para acabar con la siguiente certeza: “mueren todos de los que se habla” [13].
Y sólo queda el recurso ya al sueño, el protagonista sueña con su madre en sueños recurrentes y siempre vergonzosos, a pesar de que “no cabía la menor duda de su realidad y veracidad” [14].
El libro de Esterházy es uno de esos que uno nunca quiere que se acabe.
Un libro que, utilizando un símil futbolístico, juega en primerísima división, de los que se disputan siempre la Champions League, para alegría de su madre, quien nos confiesa –premonitoriamente- que “no me aguarda nada salvo la muerte […] Sólo la muerte y la Champions League” [15].
La grandiosidad de Esterházy es que no puede evitar ser profundamente húngaro, pero, sin embargo, escribe à-la-mediterranea. Así, el estilo de Esterházy se puede definir en boca de su madre: “ser personal y atenerse al mismo tiempo a los usos y costumbres” [16].
En este libro en particular, el estilo se configura en una estética de largas, interminables frases, que se encadenan unas a otras, ocupando páginas enteras, entrelazándose, mezclándose: dialogando entre sí, ellas también, igual que todas las voces de los diferentes personajes de la narración, principales y secundarios.
En el libro hay guiños a Handke, Miloscz y Kertesz, a Goethe, pero sobre todo a Thomas Mann y a Lampedusa. Y claro, muchas menciones futbolísticas de parte de la madre, para quien, todo en la vida es igual a un campo de fútbol. Una madre excéntrica y corajuda que encuentra ante la barbarie de la dictadura una salida en el fútbol. Y ello porque en el terreno de juego no se juega “a partir del miedo [..] [sino] a partir del juego” [17]. Sus observaciones y la afrenta de su hijo, quien nos dice que “toda mi vida he odiado el fútbol” [18], producen las partes más hilarantes del libro. Sin menoscabo, por supuesto, de un padre no menos excéntrico y entusiasmado por la cosmogonía swedemborgiana de los ángeles, y que aprovecha cualquier situación para hablar de ello, con cualquiera que se le cruce.
Podríamos encontrar en cuanto a la simbología espacial cierta resemblanza con la novela de Antonio Tabucchi Tristano muere, cuyo protagonista se halla también en la cama, pronto a la muerte, con la pierna gangrenada, y quiere “perdurar en palabras escritas” [19]; para tal propósito contrata a un escritor, para que le escriba su historia, con el convencimiento de que en él “ha quedado el deseo, aunque no quede la carne” [20].
Y donde sí que no queda ya ni deseo es en S. O la esperanza de vida, el juego de máscaras falsarias en el que Alexandre Diego Gary, hijo de los suicidas Jean Seberg y Romain Gary, pretende conjurar su vida (pasada) para tratar de buscarse una solución (para su vida futura).
La historia va así, Gary vive bajo el nombre de Sébastien Heayes durante una serie de años, tratando de huir del reflejo sombrío y suicida de sus padres, hasta que llega un punto en el que se convierte en El hombre de San Sebastián, y que es el momento en el que comienza este libro.
Allí, frente a un apartamento del la Playa de la Concha, el escritor (pomposamente llamado el Hombre de San Sebastián, en adelante El Hombre) se las ve con las palabras, que “salen y dicen lo que quieren” [21].
Así, el resto del libro es una representación en la que Gary trata de contarnos esta pelea entre él y el lenguaje que nunca nos acabamos de creer demasiado. O que, en cualquier caso, nunca conseguimos sentir. Y ello porque la distribución de los símbolos en el esquema de la novela no acaba de cuadrar bien.
El resultado es que, de un lado, aparece el lamento de un adolescente por la pérdida de la madre (y pensemos que la madre no tenía la custodia) y por el otro, un padre ausente, al que “a menudo la depresión y la melancolía [le] sumían en el silencio” [22]. Un insensible, que sólo lloró “cuando murió Malraux y cuando murió el viejo perro amarillo Sandy” [23].
Contra esto, El Hombre sigue la filosofía primaria de “soy duro, soy fuerte” [24] que heredó de su abuela a través de su padre. La dificultad de la empresa narrativa radica en el hecho de “qué delicado es hablar cuando se tiene algo que decir” [25] y, así, hay mucho mutismo artificial en las páginas del libro.
Lo más interesante, empero, es su intento literario, y es que, no en vano, Gary estudió en la Sorbonne de París y así, se dispersan durante el libro diferentes notas cultas. Sobre todo una, a la que se recurre con insidiosa tortura: la mención al libro Dulce Jueves, de John Steinbeck.
Hay pasajes realmente tiernos, despampanantemente ingenuos, escandalosamente naïves, pero no ha de olvidarse que la vida de el pobre Alexander Diego Gary se truncó en un punto bien difícil de su desarrollo afectivo e intelectual.
En fin, téngase en cuenta que quien escribe, a pesar de tener casi cincuenta años, mira con la mirada candorosa de un protoadolescente.
La estructura de la novela (sobre todo a nivel del párrafo), así como el modo de secuenciar las idea, irónicamente, se asemeja con vergonzosa claridad a las de aquel que escribe bajo el pseudónimo de Antoni Casas Ros. Además, llama la atención que El Hombre (y sin venir a cuento) pose la mirada en diversas ocasiones en los travestís que se encuentra y el hecho de que nos diga que tiene dos novelas escritas (de las que se avergüenza). Convendría recordar, además, que ya en la familia Gary tenemos precedentes de esto: su papá ganó el Goncourt primero con su nombre y, años después, con el pseudónimo de Émile Ajar.
Sirva pues la emulación paterna (en lo tocante a los heterónimos) como superación necesaria del padre y afirmación de la individualidad y esta novela como batalla ganada a ese intento de “desde los quince años […] de escribir libros” [26].
Porque como El Hombre bien dice “ya no le temo a nada. Ni siquiera a escribir” [27].
No podemos pues sino saludar a este libro como una ejemplar manifestación de catarsis no tanto personal (para nosotros, lo menos interesante) como de formación del escritor adulto.
Para finalizar, podríamos decir que donde Esterházy formula una versión contemporánea del Libro de Los Muertos, y que, con ello, ayuda a los protagonistas a superar el juicio de Osiris, en Gary, diremos que se trata de una versión ligeramente más prosaica o licenciosa, algo así como “la gran orgía de los muertos” [28].
Esterházy quiere la eternidad de sus muertos, y Gary más bien “necesita el silencio, Que cese el guirigay […] recuperar el libre albedrío” [29] porque “la posteridad, para los que se quedan, no es vida” [30].
Podemos decir que, ambos, y con holgura, han superado sus metas.
Y caminan (esperemos) ya en paz.
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[1] Enrique Vila-Matas. La ausencia de Bolaño. El País. Babelia. 6-09-2003.
[2] Péter Esterházy en conversación con Braulio García Jaén. “La historia está presente en cada día de la semana”. Diario Público. 17/06/2010.
[3] Péter Esterházy en entrevista con Olga Pereda, “Me gusta definir al escritor como un albañil». El Periódico. 22-06-2010.
[4] –[9] & [11]–[18] Péter Esterházy. Sin arte. Traducción de Adan Kovacsics. Ed. El Acantilado. Barcelona. Mayo de 2010. [págs 184, 210, 12, 196, 205, 215, 184, 192, 193, 203, 73, 210, 165 & 159]
[10] Miguel Marías. «El arte de recordar (prólogo)». Incluido en Donde todo ha sucedido (Al salir del cine). Javier Marías. Ed- Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona. 2005. [pág 13]
[19] & [20] Antonio Tabucchi. Tristano muere. Ed. Anagrama. Barcelona. 2004. [págs 20 & 42]
[21]–[30] Alexandre Diego Gary. S. o la esperanza de vida. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores. Barcelona. 2010 [págs 29, 19, 26, 88, 147, 150, 154, 26, 21 6 12]
<<<Bola Extra>>>
——–> Aquí,
en el bar Schilling (C/ Ferrán, 25),
es donde comenzaban las borracheras barcelonesas
de Alexandre Diego Gary.
Leemos en la página 135 de su libro S. o la esperanza de vida:
«Mis días, es decir mis noches, comenzaban hacia las cuatro de la tarde […] Primero iba a un bar cercano a la pensión, al otro lado del passeig del Born, cerca de la plaza de les Olles […] un bocadillo pequeño y dos vinos […] Luego, recobrado, eliminado el temblor gracias a esos vasos de alcohol, recorría el paseo Marítimo y pasaba ante Correos para llegar a la Via Laietana, que remontaba a lo largo de quinientos metros. Llegaba así al carrer Ferrán, a la izquierda de la Via Laietana, justo ante el mercado de Santa Caterina y la plaza de la Catedral.
Allí era donde comenzaba mi ronda propiamente dicha, así comenzaba mi inmersión en la noche en plena tarde.
Por lo general en el Schilling«.