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Escritor en Allak – Mortifícame

Estos días pasados

vi en la web del Canal Cultural de RTVE un maravilloso documental sobre Roberto Bolaño y que llevaba por subtítulo El último maldito (aquí).

No se habla en él sino tangencialmente de la figura pública de Bolaño, ni de su casi inmediata canonización tras su triste y dolorosa muerte, el 14 de Julio de 2003.

El filme indaga en la personalidad más cotidiana del escritor, y es que de consensuarla se ocupan kiosqueras, tenderos de bar, dependientes de tiendas de wargames y ex-pasteleros. Es decir, la gente que, efectivamente, compartió con él la alegría de vivir, de vivir cada día, y cuyas palabras ilustran cómo “jamás hay que perder de vista que vivir y escribir no admite bromas, aunque uno sonría” [1].

Y es que una cosa que aprendemos viendo el documental es que  “la historia está siempre presente, influye en cada día de la semana” [2]. Porque la historia de un escritor se hace a cada minuto, en cada suspiro y al menor vahido; y es que, en realidad, un escritor puede estar más influenciado por el mar de Blanes (como Bolaño) que no por, pongámosle  (y aunque él mismo se obstinase en afirmarlo), Georges Perec.

También puede quedar uno influenciado por sus seres más cercanos, como lo está por su madre el escritor húngaro Péter Estarházy, quien confiesa que, sin embargo, no escribió  su última novela Sin arte (El Acantilado) exactamente para “esclarecer mi relación con mi madre” [3]. Pero tampoco afirma esto sobre Armonía Celeste, un libro de 800 páginas que, sin embargo, está  lleno de hilarantes ingeniosidades y dardos malvados, no tanto contra su padre, sino contra las diferentes (y posibles) aristas de su padre (reales o inventadas, tanto da).

En Sin arte, vemos más que la narración de una historia, el reflejo del rumor del pensamiento del autor, que divaga, vuelve y va, se contradice, duda, y continúa, y no tanto el típico recuento exhaustivo de las vivencias del escritor.

La gran virtud de esta prosa de Esterházy es que siempre continúa, que le queda carrete siempre; una prosa poderosa, pues, la suya, una infatigable pulsión (clásica, pero rabiosamente contemporánea) que condena a este libro a tener que arremolinarse en torno a escuetos fragmentos, que van superponiéndose al modo en el que se construyen las pirámides.

Y en el vértice, allá arriba, siempre intocable y magnífica: su madre.

Se podría decir, pues, que Esterházy utiliza una forma contemporánea del modernismo, a saber, contra el resabiado flujo de conciencia del personaje/protagonista, Esterházy se sirve de la técnica de la liana: como un Tarzán húngaro, va danzando de aquí allá, ora se agarra aquí en esta liana, ora en aquella otra, según lo que le va viniendo al paso, y dependiendo del viento, la inclinación del terreno o cualquier otra eventualidad.

Por ello, lo que dicta la narración no es tanto la evocación pertinaz de un recuerdo que se relaciona a algo concreto, sino la mera cercanía sintáctica o semántica. Y ello, dota a la narración de una cualidad dinámica que es la que le da la vida, pues al estar en continuo movimiento (y es un movimiento de la más pura inteligencia), el libro está siempre vivo y saltarín sobre las manos de uno.

El libro se compone de 12 fragmentos (entre los que se incluye un epílogo) y que guardan cierta similitud con la idea de la recomposición del ser de Plotino; podríamos decir que esa suerte de luz concéntrica que se  reúne al final de la  novela y da valor a las 12 dispersiones (o fragmentos) del pensamiento, conforma un falo totémico y que tendría una forma más o menos poliédrica en su vértice, tal que un monolito.

Y en el seno de la construcción: la voz del escritor, su escritura, que avanza a bocanadas secas, que nada por la vida de las palabras al estilo mariposa:

brazada a brazada.

El único límite de este libro es quizá que el autor “percibe lo que está permitido y lo que no. Lo cual no es exactamente lo mismo que lo que puedo contar a mi madre” [4].

Y he aquí el nudo del libro, que no es un libro sobre la madre, sino, más bien, para la madre.

La novela empieza y termina con la madre de Esterhàzy, Lili (con una “l” y sin “y” [5], que no consigue hacerle entender a su hijo la teoría del fuera de juego del fútbol, con el hijo en el hospital, tras una operación en la pierna, “harto de que me cortaran la carne, de que me trincharan […] de que me trocearan” [6].

Es un libro también de voces, habla su madre, habla su padre, habla su tía Emma, su segundo entrenador, don Lajos “el Mago” (cuyas palabras “parecen caricias” [7]) el ídolo del balompié húngaro Puskas, Adalbert Tóth (otro jugador de fútbol), Kaszás junior (también jugador, hijo de un “artista” zapatero), su tío Sárli (que “jugaba a cartas con la policía y con otros organismos del poder democráticamente represores” [8] y les ganaba haciendo siempre trampas), su vecino el millonario disciplinado o Miki Görög, “prueba palpable de que la mente civil y la mente futbolística, la inteligencia, la sensibilidad, no son lo mismo” [9] (y que es a quien se le dedica el epílogo).

En fin de cuentas: una especie de voces que hablan desde el cementerio, todos muertos, pues.

Lo podríamos resumir de la siguiente forma:

“El que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera” [10].

O dicho en las propias palabras de Esterházy: “mi yo observador […] observaba y observaba y sólo veía y admitía en el mundo aquello que ya había observado” [11].

En un momento el libro se rompe, allá por la página 189, coincidiendo con el capítulo dedicado a la “Despedida de los protagonistas y de otras unidades lingüísticas”. Es decir, los propios protagonistas, sus voces yermas enfrentan descaradamente al autor, acusándole, diciéndole: “eres un personajillo de mierda” o “siempre ha seguido igual de arrogante […] Creído. Vanidoso [..] soberbio. Exigente. Gallardo” [12].

Para acabar con la siguiente certeza: “mueren todos de los que se habla” [13].

Y sólo queda el recurso ya al sueño, el protagonista sueña con su madre en sueños recurrentes y siempre vergonzosos, a pesar de que “no cabía la menor duda de su realidad y veracidad” [14].

El libro de Esterházy es uno de esos que uno nunca quiere que se acabe.

Un libro que, utilizando un símil futbolístico, juega en primerísima división, de los que se disputan siempre la Champions League, para alegría de su madre, quien nos confiesa –premonitoriamente- que “no me aguarda nada salvo la muerte […] Sólo la muerte y la Champions League[15].

La grandiosidad de Esterházy es que no puede evitar ser profundamente húngaro, pero, sin embargo, escribe à-la-mediterranea. Así, el estilo de Esterházy se puede definir en boca de su madre: “ser personal y atenerse al mismo tiempo a los usos y costumbres” [16].

En este libro en particular, el estilo se configura en una estética de largas, interminables frases, que se encadenan unas a otras, ocupando páginas enteras, entrelazándose, mezclándose: dialogando entre sí, ellas también, igual que todas las voces de los diferentes personajes de la narración, principales y  secundarios.

En el libro hay guiños a Handke, Miloscz y Kertesz, a Goethe, pero sobre todo a Thomas Mann y a Lampedusa. Y claro, muchas menciones futbolísticas de parte de la madre, para quien, todo en la vida es igual a un campo de fútbol. Una madre excéntrica y corajuda que encuentra ante la barbarie de la dictadura una salida en el fútbol. Y ello porque en el terreno de juego no se juega “a partir del miedo [..] [sino] a partir del juego” [17]. Sus observaciones y la afrenta de su hijo, quien nos dice que “toda mi vida he odiado el fútbol” [18], producen las partes más hilarantes del libro. Sin menoscabo, por supuesto, de un padre no menos excéntrico y entusiasmado por la cosmogonía swedemborgiana de los ángeles, y que aprovecha cualquier situación para hablar de ello, con cualquiera que se le cruce.

Podríamos encontrar en cuanto a la simbología espacial cierta resemblanza con la novela de Antonio Tabucchi Tristano muere, cuyo protagonista se halla también en la cama, pronto a la muerte, con la pierna gangrenada, y quiere “perdurar en palabras escritas” [19];  para tal propósito contrata a un escritor, para que le escriba su historia, con el convencimiento de que en él “ha quedado el deseo, aunque no quede la carne” [20].

Y donde sí que no queda ya ni deseo es en S. O la esperanza de vida, el juego de máscaras falsarias en el que Alexandre Diego Gary, hijo de los suicidas Jean Seberg y Romain Gary, pretende conjurar su vida (pasada) para tratar de buscarse una solución (para su vida futura).

La historia va así, Gary vive bajo el nombre de Sébastien Heayes durante una serie de años, tratando de huir del reflejo sombrío y suicida de sus padres, hasta que llega un punto en el que se convierte en El hombre de San Sebastián, y que es el momento en el que comienza este libro.

Allí, frente a un apartamento del la Playa de la Concha, el escritor (pomposamente llamado el Hombre de San Sebastián, en adelante El Hombre) se las ve con las palabras, que “salen y dicen lo que quieren” [21].

Así, el resto del libro es una representación en la que Gary trata de contarnos esta pelea entre él y el lenguaje que nunca nos acabamos de creer demasiado. O que, en cualquier caso, nunca conseguimos sentir. Y ello porque la distribución de los símbolos en el esquema de la novela no acaba de cuadrar bien.

El resultado es que, de un lado, aparece el lamento de un adolescente por la pérdida de la madre (y pensemos que la madre no tenía la custodia) y por el otro, un padre ausente, al que “a menudo la depresión y la melancolía [le] sumían en el silencio” [22]. Un insensible, que sólo lloró “cuando murió Malraux y cuando murió el viejo perro amarillo Sandy” [23].

Contra esto, El Hombre sigue la filosofía primaria de “soy duro, soy fuerte” [24] que heredó de su abuela a través de su padre. La dificultad de la empresa narrativa radica en el hecho de  “qué delicado es hablar cuando se tiene algo que decir” [25] y, así, hay mucho mutismo artificial en las páginas del libro.

Lo más interesante, empero, es su  intento literario,  y es que, no en vano, Gary estudió en la Sorbonne de París y así, se dispersan durante el libro diferentes notas cultas. Sobre todo una, a la que se recurre con insidiosa tortura: la mención al libro Dulce Jueves, de John Steinbeck.

Hay pasajes realmente tiernos, despampanantemente ingenuos, escandalosamente naïves,  pero no ha de olvidarse que la vida de el pobre Alexander Diego Gary se truncó en un punto bien difícil de su desarrollo afectivo e intelectual.

En fin, téngase en cuenta que quien escribe, a pesar de tener casi cincuenta años, mira con la mirada candorosa de un protoadolescente.

La estructura de la novela (sobre todo a nivel del párrafo), así como el modo de secuenciar las idea, irónicamente, se asemeja con vergonzosa claridad a las de aquel que escribe bajo el pseudónimo de Antoni Casas Ros. Además, llama la atención que El Hombre (y sin venir a cuento) pose la mirada en diversas ocasiones en los travestís que se encuentra y el hecho de que nos diga que tiene dos novelas escritas (de las que se avergüenza). Convendría recordar, además, que ya en la familia Gary tenemos precedentes de esto: su papá ganó el Goncourt primero con su nombre y, años después, con el pseudónimo de Émile Ajar.

Sirva pues la emulación paterna (en lo tocante a los heterónimos) como superación necesaria del padre y afirmación de la individualidad y esta novela como batalla ganada a ese intento de “desde los quince años […] de escribir libros” [26].

Porque como El Hombre bien dice “ya no le temo a nada. Ni siquiera a escribir” [27].

No podemos pues sino saludar a este libro como una ejemplar manifestación de catarsis no tanto personal (para nosotros, lo menos interesante) como de formación del escritor adulto.

Para finalizar, podríamos decir que donde Esterházy formula una versión contemporánea del Libro de Los Muertos, y que, con ello, ayuda a los protagonistas a superar el juicio de Osiris, en Gary, diremos que se trata de una versión ligeramente más prosaica o licenciosa, algo así como “la gran orgía de los muertos” [28].

Esterházy quiere la eternidad de sus muertos, y Gary más bien “necesita el silencio, Que cese el guirigay […] recuperar el libre albedrío” [29] porque “la posteridad, para los que se quedan, no es vida” [30].

Podemos decir que, ambos, y con holgura, han superado sus metas.

Y caminan (esperemos) ya en paz.

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[1] Enrique Vila-Matas. La ausencia de Bolaño. El País. Babelia. 6-09-2003.

[2] Péter Esterházy en conversación con Braulio García Jaén. “La historia está presente en cada día de la semana”. Diario Público. 17/06/2010.

[3] Péter Esterházy en entrevista con Olga Pereda, “Me gusta definir al escritor como un albañil». El Periódico. 22-06-2010.

[4][9] & [11][18] Péter Esterházy. Sin arte. Traducción de Adan Kovacsics. Ed. El Acantilado. Barcelona.  Mayo de 2010. [págs 184, 210, 12, 196, 205, 215, 184, 192, 193, 203, 73, 210, 165 & 159]

[10] Miguel Marías. «El arte de recordar (prólogo)». Incluido en Donde todo ha sucedido (Al salir del cine). Javier Marías. Ed- Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona. 2005.  [pág 13]

[19] & [20] Antonio Tabucchi. Tristano muere. Ed. Anagrama. Barcelona. 2004. [págs 20 & 42]

[21][30] Alexandre Diego Gary. S. o la esperanza de vida. Traducción de Ignacio Vidal-Folch. Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores. Barcelona. 2010 [págs 29, 19, 26, 88, 147, 150, 154, 26, 21 6 12]

<<<Bola Extra>>>

——–> Aquí,

en el bar Schilling (C/ Ferrán, 25),

es donde comenzaban las borracheras barcelonesas

de Alexandre Diego Gary.

Leemos en la página 135 de su libro S. o la esperanza de vida:

«Mis días, es decir mis noches, comenzaban hacia las cuatro de la tarde […] Primero iba a un bar cercano a la pensión, al otro lado del passeig del Born, cerca de la plaza de les Olles […] un bocadillo pequeño y dos vinos […] Luego, recobrado, eliminado el temblor gracias a esos vasos de alcohol, recorría el paseo Marítimo y pasaba ante Correos para llegar a la Via Laietana, que remontaba a lo largo de quinientos metros. Llegaba así al carrer Ferrán, a la izquierda de la Via Laietana, justo ante el mercado de Santa Caterina y la plaza de la Catedral.

Allí era donde comenzaba mi ronda propiamente dicha, así comenzaba mi inmersión en la noche en plena tarde.

Por lo general en el Schilling«.

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Escritor en Allak – (Hiper)Realidad

Decía Jaime Gil de Biedma,

glosando The poetry of experience (1957) de Robert Langbaum, que para el poeta moderno la poesía no constituye una imitación de la realidad, sino el simulacro de una experiencia.

Así,» la identidad, la aspiración a la identidad, sólo puede conseguir mediante un proceso de abstracción y formalización de la experiencia […] que la anula en cuanto experiencia real para resucitarla como cuerpo glorioso, como realidad poética purgada ya de toda contingencia» [1].

En esto estaba pensando ayer mientras veía con Ángela My bloody Valentine, en 3D, y también pensaba en la asunción filosófica de la Teoría de la mente.

Dicha teoría sostiene que es necesaria la analogía con nuestra propia mente para poder dar credibilidad a las mentes ajenas (y a los resultados en el comportamiento observable que producen en el sujeto ajeno), y esto por la pura imposibilidad de abordar directamente el conocimiento de esas otras mentes que no son la nuestra.

Así que andaba investigando yo el reverso de dicha asunción, es decir, cuando la mente está dañada, por causa de la esquizofrenia y, por lo tanto, la capacidad cognitiva de establecer esa analogía se rompe [2] y la mimesis, que es la que nos ayuda a entender el comportamiento de los otros, deviene en caos comportamental. O dicho de otro modo: que el sujeto no se comporta según las atribuciones -esperables- de un hombre normal, un ser cabal que pertenezca a la especie humana. O en palabras más claras: la imprevisibilidad de la conducta de aquel que está loco.

Es lo que sucede pues en My bloody Valentine, pésima película que retrata a un perturbado adolescente que cree ver en sus delirios a un minero asesino venido de ultratumba y que, por una extraña carambola de esa mente suya disímil, acaba «representando» él mismo (primero en su cerebro y luego en la realidad) a ese minero asesino.

Es decir, de cómo la mente, cuando está seriamente dañada, es incapaz de valorar las atribuciones normales que deberían corresponder a los otros y, en su falla de funcionamiento, circunscribe tales analogías al entorno de uno mismo y lo traslada catastróficamente a la realidad.

Una mezcla pues de autismo y esquizofrenia.

En fin, así que me puse a pensar en mi mente, en mi mente como generadora de representaciones.

Entonces se me ocurrió dedicarme a discernir qué pasaría si uníamos a la experiencia física (hiper)aumentada del 3D  la innata capacidad de representación -especulativa- de nuestro cerebro.

Y ello, además, entretanto nos ocupamos de una actividad por así decirlo «clásica»: la lectura de un libro (no un e-libro, sino un libro de los de toda la vida).
Porque, además, ando preocupado con las asunciones de Marco Roth cuando dice que la  novela psicológica está dando paso a lo que él llama la «neuronovela» o de cómo la mente se está transformando en cerebro [3].

Según la opinión de Roth la neuronovela habría comenzado con Enduring Love, la obra de 1997 de Ian McEwan.

Vaya, que lo que quiere decir Marco Roth es que lo psicológico conductual de la novela de ideas del siglo XX, el estudio clásico de la personalidad, estaría dando paso a la biomedicina y la neuroquímica,

a una suerte de identidad humana basada en el mapeo de las respuestas eléctricas de los neurotransmisores de nuestro cerebro y que incluiría una teoría evolutiva del cerebro, así como las diferentes disfunciones cognitivas atribuibles a la carga hereditaria.

En suma: la conciencia vista en términos científicos.

Pues bien,  primero habremos de clarificar que los métodos empíricos de la mansión de los De Montfort (por circunstancias que les resultarán obvias) difieren parcialmente con aquellos métodos utilizados por Michael Holquist en sus laboratorios de la universidad de Yale [4].

Y es que el señor Holquist y su grupo de 12 estudiantes que conforman el así conocido como Yale-Haskins Teagle Collegium, andan investigando la forma de mejorar las destrezas lectoras, basándose en el estudio de las imágenes cerebrales en el momento en el que el sujeto está leyendo obras mayores de la literatura universal.

El supuesto es que si averiguamos lo que sucede en el cerebro lectura mediante de una de esas obras maestras de la literatura, podremos hipotetizar un modelo, un patrón, que nos lleve a crear «artificialmente» ese camino que conduciría a los lerdos desde la idiocia hasta la destrezas intelectuales necesarias para el justo disfrute de las grandes obras de arte.

Bien, pero vayamos al grano.

Aquí mi experimento:

Como pueden ver, el propósito ha sido sencillo:

A través de unas gafas de realidad aumentada, he tratado de potenciar la capacidad de representación de mi cerebro, tratando de llevarla a un nivel superior. Y, ello, enredado en la lectura de uno de los mayores poetas del siglo XX: Jaime Gil de Biedma.

La hipótesis a manejar (y que nos lleva un paso adelante de la formulación de Holquist) es que toda química cerebral producirá necesariamente una respuesta observable -externa, corporal o conductual- (y observada en este caso por Ángela que, gracias a su propia Teoría de le mente, habrá de ser capaz de descifrar mi estado corporal, o de conciencia «externa»).

Bien, ahí arriba pues  (en la fotografía), tienen la prueba de lo que sucede cuando un sujeto preparado para el goce estético de una obra mayor de la literatura, no solo trata de que dicha representación sea observable en su conciencia externa, sino que además, la multiplica con unas gafas de realidad aumentada (3D) y la adereza con el paraíso todavía más artificial de la conciencia cuando ésta está regada con un excelente Chardonnay del Penedés.

Los resultados, de momento -hemos de confesar Ángela y yo no sin cierto pesar- han sido poco concluyentes,

y se podrían cifrar en un ingrato dolor de cabeza por espacio de varios minutos, y una botella de Chardonnay del Penedés menos en nuestra nevera.

Pero bueno, como aquí en Escritor en Allak somos gente rigurosa y disciplinada,  y tratando de realizar más experimentos con la hiperrealidad,

hemos seguido esa máxima de Luis Amado Blanco,

cuando dice que «el principal enfoque de todas las disciplinas debe ser la vida en sus múltiples aspectos» [5]; para ello, he buscado la vida en ese diario que Amado Blanco escribió hace más de ochenta años, en una visita suya a Leningrado.

Y es que no olvidemos que «recordar es un ejercicio necesario y obligado, que dota de plasticidad a lo actual, evitando su anquilosamiento» [6].

El diario del poeta resulta -cómo no- poético (en el sentido de innecesaria plasticidad), pero también risueño (por lo ingenuo, claro), y ello, además, porque son las impresiones de un burgués (convencido) sobre las ideas del comunismo.

O sea, mucha discusión enfangada en literariedad excéntrica y tramposa filosofía (de andar por casa) y que tiene como casi único interlocutor a nuestro querido Amado Blanco y a madame Ana Dmitrievna Beletzki, una guía rusa, «nieta [arruinada] de un general del zar» [7] y que habla -extrañamente- un español literario que asombra  y que cree que Amado Blanco y su mujer son «unos pobres burgueses incomprensivos [8].

La verdad que éstos tampoco hacen mucho esfuerzo por no parecerlo.

El problema básicamente es que Amado Blanco confiesa ya bien pronto (el primer día de estancia) que «un hálito novelesco  va empapando nuestro espíritu, propenso al vuelo imaginativo» [9]. Y así pues todo se convierte en un recorrido por los decorados rusos que termina con la asunción derrotista de Amado Blanco cuando sobre la ciudad de Leningrado y el sistema comunista ruso en su conjunto, convencido de su extrañeza y la imposibilidad de la empatía, admite que  «nuestro corazón no sabrá comprenderla» [10].

Como bien dice José Ramón González en su prólogo «8 días en Leningrado es una obra de juventud y refleja preocupaciones e interés muy de época» [11], pero para lo que aquí nos concierne, podemos encontrar en ella el germen de nuestro entusiasmo hacia la teoría de la neuronovela (al menos en su acepción colectiva),

cuando Amado Blanco confiesa su sospecha de que:

«hoy no se puede hablar de masas sin tener en cuenta las ciencias médicas» [12].

Y volviendo al simulacro de la experiencia

del que hablaba antes Jaime Gil de Biedma, recalo en ese gran maestro de las letras húngaras que es Péter Esterházy,

y me fijo en su obra Una mujer (Alfaguara, 2001).

El libro está estructurado en 97 fragmentos (o modernos cantos) en los que se ama y odia a una sola mujer, tan extraordinaria como vulgar, la mujer;

una mujer con la que el narrador lleva casi 30 años de relación intermitente, caprichosa, zafia y también pasional, una mujer a la que «le pasa lo mismo que [le] pasa [al narrador] con ella: me odia, me ama» [13].

Una mujer que -irónicamente-, y para escarnio de Amado Blanco, «odia a los comunistas» [14]. Una mujer, por otra parte «clásica […] como si fuera de hace setenta u ochenta años» [15].

A pesar de que, como hemos visto, la neurociencia intente demostrar que todo es igual, o que, cuanto menos, haya convencionalismo en el catálogo de los comportamientos del ser humano, la novela del conde Péter Esterházy de Galánta concibe la intuición de que «cada cosa es única, no se puede comparar con nada» [16], así la mujer a la que se dedica esta novela.

Una novela que sí,

que podría ser un catálogo de las posibilidades de todas las mujeres, pero que son todas las mujeres (o un rango amplio de mujeres) encarnadas en una sola mujer,

y no 97 perfiles de mujeres diferentes, como dijo Miguel Mora (aquí) en su perezosa y rápida nota periodística sobre el particular.

La clave de la novela Una mujer se halla en el carácter del narrador «irónico y al mismo tiempo sentimental» [17] y en su estructura que, de alguna forma, tiene que ver, de un lado, con la formación matemática de Esterházy y, del otro, de lo que podríamos llamar «antología de uno mismo»; así de la mujer amada.

Al estilo de la antología de Spoon River de Edgar Lee Masters,

Esterházy cartografía aquí los muchos mundos y personalidades que habitan en esa mujer «bellísima, demasiado bella, una heroína de las novelas de Krúdy« [18].

También, unas veces por extensión y otras por analogía, la complejidad del narrador (y entendemos que también el laberinto moral del propio Esterházy)

es retratada,

y ello por la razón de que el narrador está:

«vacío, sólo ella ocupa [su] interior, con su silencio, su saber, su amabilidad natural, sus movimientos apacibles, sus pechos que se mueven, sus pelitos, su discreción, su timidez, su pureza, su incorruptibilidad, el roce de sus muslos, sus tobillos inesperadamente anchos, su sabia inocencia» [19].

Un narrador que antes de conocer a la mujer amada no era sino «una piedra que imagina ser un ángel» [20] y que tras su paso por los largos años del amor  está ya preparado para «contribuir al triunfo de la razón» [21],

y ello a pesar de no querer «parecer mejor que la realidad» [22].

Otra forma de (hiper)realidad, pues, esta magnífica exploración de Esterházy sobre la  «broma lingüística» [23] que es, al final, el amor.

Y es que en en el arte,

igual que en la amor, hay algo siempre celestial, que queda en un punto medio incómodo y que vacila entre los limites del lenguaje y los de la ciencia:

amor que tiene calidad de vida,

amor sin exigencias de futuro,

presente del pasado,

amor más poderoso que la vida:

perdido y encontrado.

Encontrado, perdido… [24]

O dicho de otro modo:

porque sueño y recuerdo tienen fuerza

para obligar la vida

aunque sean no más que un límite imposible [25]

[1] Jaime Gil de Biedma. Obras (Poesía y Prosa). Introducción de James Valender y Edición de Nicanor Vélez. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.Barcelona. 2010. [Pág 549]

[2] Lisa Zunshine. Theory of mind and fictions of embodied transparency. Narrative. Vo. 16. Nº 1. January 2008.

[3] Marco Roth. The Rise of the Neuro Novel. n+1. Issue 8. October, 19th 2009.

[4] Paul Harris & Allison Flood. Literary critics scan the brain to find out why we love to read. The Observer. 11-April-2010.

[5], [6], [7] [8], [9], [10], [11] & [12] Luis Amado Blanco. 8 días en Leningrado. Introducción de José Ramón González. KRK ediciones. Oviedo. 2009. [págs 150, 15, 113, 242, 110, 370, 63 & 136]

[13], [14], [15], [16], [17], [18], [19], [20], [21], [22] & [23] Péter Esterházy. Una mujer. Ed. Alfaguara. Madrid. 2001. [págs 60, 164, 56, 96, 144, 66, 110, 179, 131, 134 & 100).

[24] Jaime Gil de Biedma. «Amor más poderoso que la vida» (Poemas Póstumos) &  [25] «En una despedida» (Moralidades), del libro Las personas del verbo, inluidos en Obras (Poesía & Prosa). Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2010. [págs 241 & 204]

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