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Ritos de amor y muerte

Liz Glynn "Circular Processional"

Liz Glynn "Circular Processional"

1.

Son las 05:55 am.

Acabo de oír a un gallo cantar.

Supongo que eso es imposible o improbable. Pero lo acabo de escuchar.

Y mis oídos nunca me mienten.

En mi infancia había gallos,

y polluelos pintados de colores que morían a las pocas semanas

(el químico del color del spray los intoxicaba).

En mi infancia, alguna vez, vi cómo mataban no gallos, pero sí gallinas.

Vi a las gallinas sangrar lagos purpúreos y densos de sangre.

Y nunca me dio miedo.

He sentido pena por la belleza desaprovechada del sacrificio, y lástima por aquellas vidas inútiles. Sentí desprecio por el paganismo del acto.

Pero miedo, no.

Miedo no sentí, sentí asco por el utilitarismo que se le daba a aquella gentil arte del asesinato

Por ello me parece razonable que sea un gallo -a pesar de que no exista- quien me alerte de que, de una vez, me ponga a escribir. Que sea un casquivano gallo inventado quien me saque de mis elucubraciones.

Porque en nada dan las seis y salen briosas las golondrinas y me fastidian el texto que debo escribir.

Pues en mi texto debe haber cosas que no existen, así como la maldad de un cuchillo que se conduzca contra las almas hasta que sangren excelsos lagos rojos de impotencia.

2.

Así que me pongo a escribir y escribo. Escribo del tirón casi dos páginas.

Entretanto, para darme ánimos me bebo un Knockando

(Pure single Malt Scotch) de 1990. Me permito la herejía de añadirle agua.

Los protagonistas de mi relato son malos y heréticos.

Son, al fin, versiones de mí mismo (tanto el chico como la chica):

escribimos para ir asesinándonos de poco a poco. Igual que se le abre a una gallina el pescuezo y se la deja sangrar lentamente.

3.

Me sucede una cosa de la que nunca he hablado.

Lo haré ahora en este dietario-blog tan íntimo.

Y es bueno que lo diga ahora, porque hay que ir lastrándose de palabras

(porque todas no las tengo, pero sí unas cuantas).

Tomemos en cuenta lo siguiente (Novalis):

«Debe de haber muchas palabras que yo todavía no sé; si supiera más palabras, podría comprenderlo todo mucho mejor. Antes me gustaba bailar; ahora prefiero pensar al ritmo de la música» [1].

Y de música se trata.

O de ritmo, al menos.

Bien, el caso es que consigo escuchar a cualquier mujer que gima estando a una distancia de menos de cincuenta o sesenta metros a la redonda de mí.

Hablo de cuando uno está dentro de una casa o de un piso. Y esto no se debe a las particularidades peculiares de determinadas casas. No, me pasa en cualquier a la que voy, que habito temporalmente, o que me invitan por la razón que sea.

Eso sí, es necesario que sea de noche. O, al menos, que la vida esté dominada por la oscuridad. Ya a partir del primer momento de la tarde oscura de invierno cuenta.

Cualquier mujer que esté gimiendo

(se entiende que por asuntos sexuales, tanto compartidos como en solitario)

a una distancia de cincuenta o sesenta metros de mí

(sea en el piso de arriba, de abajo, del lado o de enfrente, y no importa que medien paredes o calles o muros de contención)

yo la escucho, con total claridad.

He desarrollado un fino instinto para detectarlo.

No pregunten por qué, pero es así.

Del mismo modo que los gallos irreales del sueño o la locura vienen a alertarme con el trabajo,

así, igual, del mismo modo también, son los dioses del deseo quienes me dieron un maravilloso don de oído

para que no pierda ni una sola de las cadencias de la música

de los gemidos de mujeres cercanas que se acercan turbulentas y ociosas al placer,

en esos momentos donde también se producen paganos ritos donde se crean lagos densos,

lagos espaciosos y terribles,

aunque transparentes, en este caso.

Y también hay cuerpos que mueren. Como en la buena literatura.

[1] Novalis. Himnos a la noche & Enrique de Ofterdingen. Traducción de Eustaquio Barjau. Ed. Altaya. Barcelona. 1995. [pág 88]

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