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El grito (del fantasma)

1.

Hay un verso de Tomas Tranströmer que de tan lúcido le produce a uno un pellizco en el alma. Lo leo en la edición bilingüe Deshielo a mediodía (Nórdica, 2011), una selección de su obra.

Lleva por título –como imagino no podía ser de otra manera- “Elegía”, el poema, y pertenece a su primer libro, de 1954, y titulado sobriamente 17 poemas (17 dikter).

El poema es largo –veinticuatro estrofas-, pero ya digo que hay un verso, uno solo, gélido y punzante como una daga, especialmente dañino para todos aquellos que tenemos querencia por trabajar en la soledad de la noche.

Dice así:

“suena el silencio cual despertador”.

2.

Y entonces, en otra de estas noches mías silenciosas, (se me) aparecen unas líneas de Chantal Maillard y que vienen a secundar el despertador de Tranströmer.

Escribe Maillard en su libro Husos, notas al margen (Pre-textos, 2006):

“La herida se abre y sangra con el pulso. El grito la abre. O se abre y es el grito. El grito es. Largo, inacabable. Yo lo habito. Habito el grito. Y lo escribo para dejar de oírlo, o para oírlo menos, atemperado en la redundancia del decir, demorado en su representación”.

3.

De madrugada yo no oigo gritos, pero sí sonidos y voces.

Es cierto que al comienzo de la medianoche son todavía (las voces, los ruidos) de algunos vecinos renqueantes, acaso los últimos que se preparan para abandonarse a la horizontalidad de la cama o los primeros que ya deben ir pensando en la verticalidad insomne que les conducirá a sus trabajos nocturnos.

Pero en un determinado punto (pongamos a las tres de la madrugada) ya no están, se han ido. Y lo que queda no son los ecos de sus voces, ni tampoco el murmullo de los electrodomésticos que ronronean a través de las ventanas abiertas del patio de luces.

Lo que queda entonces es la nada: el silencio del cerebro que se da a entonar su melodía.

Y es ese silencio, entonces sí, el que despierta a las voces, a los sonidos.

4.

Hay de diferentes tipos: conversaciones ajenas (e incluso propias, pero sostenidas involuntariamente), lejanas (acaso inventadas), pero también el rumor imposible del mar, unos niños que juegan, arbitrados por el silbato inconforme –e insistente- de un adulto, personas que tocan música, el piar de unos indolentes pájaros de fuego o aviones que sobrevuelan mi terraza.

Podéis pensar que son recuerdos, sedimentaciones de una realidad que con la calma de la noche viene porque quiere ser (re)experimentada y (re)significada, sabiéndose huérfana de comentaristas.

Podéis pensar eso, ya digo, si ello os consuela.

Pero, en verdad os digo que el grito, con estas y muchas otras variantes, está ahí, inconforme y autónomo. Y yo lo escucho; las escucho (a sus variaciones melódicas).

5.

Ha dejado escrito en algún lugar Valentí Roma que el grito ha desaparecido del arte contemporáneo. Pero yo no creo que ese sea el centro del asunto. Creo que el grito está en el aire, en el ambiente, en las voces sagaces de la noche que algunos escuchamos, a nuestro pesar.

No sé si es que estamos (estoy) más atento o es que acaso el grito sea residual en lo que respecta a la interpretación del presente. Y digo residual justamente por su repetición, pues siendo tan común ha (habría) devenido objeto cuya ordinariez es (sería) despreciable.

En cualquier caso tiene (tendría) que ver con la demora de la que habla Maillard; es decir, no habiendo demora, el grito no sucede (se pierde entre el resto del ruido), ya que es consustancial a la carne que habita; es pura inmanencia, pues.

6.

Escribe Houellebecq en El mapa y el territorio (Anagrama, 2011):

“Se puede trabajar en solitario durante años, es la única manera de trabajar, la verdad sea dicha; llega siempre un momento en que experimentas la necesidad de mostrar tu trabajo al mundo, menos para recibir su juicio que para tranquilizarte sobre la existencia de ese trabajo e incluso sobre tu existencia propia, la individualidad es apenas una ficción breve dentro de una especie social” (p. 111).

Siendo que la individualidad es ahora una cuestión de masas, sería razonable pensar que ese grito que se halla presente en todos nosotros quede ausente de las explicitaciones públicas de nuestra personalidad, dado que no es ya definitorio de nada.

Pero eso, como bien sabe Valentí Roma, no es culpa del grito mismo, sino más bien de ese neo-romanticismo –trendy– de pastel que todavía domina el sentir contemporáneo. Quizá pues, deberíamos darnos no a evangelizar el grito, sino más bien a vérnoslas en fatal combate con sus fantasmagorías, es decir, con las sombras más tenues del grito: con las reverberaciones cavernosas de la voz que, como psicofonías, nos hablan en el silencio atroz de la madrugada, cuando todas las demás voces callan (y no es baladí el símil de la psicofonía si se piensa en todo el descalabro sigloveinte).

Y es que, en mi opinión, si un territorio le es propio a este nuevo siglo, ese es el del fantasma. Además, si bien se mira, incluso el propio Houellebecq –por mucho que se obcequen algunos de sus exégetas más postmodernos- todavía no ha conseguido sacar su pie izquierdo del siglo XIX, con sus personajes de novela rusa y sus tramas (post)stendhalianas; así sea a su pesar.

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