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Las mentiras de la literatura [7]

Dicen los editores (al unísono, como buen matrimonio) Marian y James Womack que «En el ámbito literario hay tendencia a mezclar lo personal con lo profesional» [1].

Lo cual, en realidad, lo complica todo.

Sobre todo complica el ejercicio de la crítica.

Como ejemplo reciente y especialmente gravoso, véase la salida en un tono absolutamente personal (de ataque a la persona y no a sus ideas) del editor de Granta Aurelio Major [2] contra el crítico de El Mundo y Cuarto Poder Ignacio Echevarría.

O sea que, según parece, en el mundo de la literatura, nada puede ser despersonalizado y convertido en objeto autónomo de crítica o valoración.

En el mundo de la literatura, al de la literatura española me refiero, impera un ley tácita no escrita y que es la siguiente: si se ha de hablar de algún libro, se habla sólo en términos elogiosos o al menos no denigrantes, pues lo que de un libro se dice, por mor de otra ley tácita tampoco escrita, es extensible a la persona que lo ha escrito y, cómo no, a su editor.

Así, se da por sobreentendido que, cuando alguien habla mal de un libro, en realidad, está inexcusablemente hablando mal de la persona que lo escribió (y de su editor).

Y este punto no admite matización o réplica. Es así, invariablemente.

Lo cual sitúa el lugar de la crítica literaria en algún punto remoto de un improbable limbo, es decir, que no existe, no hay margen para la crítica que se base estrictamente en juicios o criterios literarios, entendiendo la obra como ente autónomo de su creador.

Lo cual es extraño, habida cuenta del revuelo causado en su momento por Roland Barthes (y comúnmente aceptado), es decir, el anuncio de la muerte del autor, amén de la despersonalización promovida por el postmodernismo y la relatividad con la que se suele despachar actualmente el hecho literario (así: tratando de desposeerlo de sus virtudes canónicas y convirtiéndolo en un ejercicio pop).

En fin, que parece haber una contradicción: se admite que el autor es lo de menos, que nadie es original en sus creaciones y etc pero, sin embargo, si hay acusación razonada y lógica y sensata de que una obra es mala o tiene defectos, y se dice por escrito, el crítico pasa a ser persona sospechosa de actuar bajo motivaciones pérfidas.

En esos casos, la reacción es sencilla: al crítico no se le vuelve a contratar ya nunca más. Los críticos que quieren permanecer con sus trabajos, pues, aceptan esa ley no escrita, y hacen lo que se espera de ellos: hablar si no elogiosamente de los libros que reseñan, sí, al menos, en términos positivos.

Y cuando no tienen nada bueno que decir, se dedican a dar cuenta del argumento y poco más.

Y así, la rueda perversa se torna en censura interna y forma parte de algo que sí que es propio de la cultura española, no solo la libresca sino la cultural en un sentido general: se asume que quien habla mal de algo, está implícitamente poniendo en evidencia que opera en contra del «alguien» que creó ese «algo» (y de su editor, claro), y la conclusión inequívoca siempre es: «este tío que tan mal habla de tal libro, en realidad, lo que demuestra es que envidia al escritor de tal libro (y a su editor, claro); y tal cosa la hace por una única razón: por resentimiento o celos».

Si un fontanero viniese a arreglarnos una tubería, prometiéndonos haberla arreglado, y esto -por supuesto- habiéndonos cobrado por su trabajo, y a la semana siguiente  descubriésemos una nueva fuga, y una pérdida en esa tubería que se nos prometió arreglada, no dudaríamos en ir a quejarnos e incluso exigiríamos la devolución de nuestro dinero (más aún: tal vez llegásemos a plantearnos al abofetearlo – y a dos manos, nada de tonterías-).

En fin, que nos sentiríamos estafados.

Esta misma situación es la que le compete al crítico, viendo como una obra ha caído en sus manos con una serie de promesas (bandas promocionales, elogios «comprados» de otros escritores, publicidad previa, etc) y que encuentra que la obra no cumple los estándares de calidad que debieran exigírsele a una obra literaria pertinente y necesaria.

Si el crítico pertenece a un medio de comunicación, puede achacársele que éste no ha pagado por el libro, que la editorial se lo ha regalado, pero aún así, ¿cuál es la diferencia entre, no sé, pongamos los probadores de motocicletas de la revista Motociclismo y el crítico de libros de la revista X o del suplemento literario Y?

Ambos valoran la eficiencia, calidad, solvencia y, por sobre todo, el ajuste calidad/precio de un producto a la venta, y sobre el cual deben asesorar a sus lectores, que serán potenciales compradores del vehículo y el libro, respectivamente.

En principio, ambos deberían ser ecuánimes en sus juicios, pues de ello depende su credibilidad como críticos, como juzgadores válidos de un producto.

Y, más aún, el público comprador de libros y motocicletas así debería juzgarlo.

Y es que el lector de libros -generalmente- no dispone de un presupuesto ilimitado para ir tanteando con las compras y decidir a posteriori si le gustó o no el libro que compró, por que, entre otras cosas, ya no puede devolverlo.

Ya lo pagó.

Lo cual pone al comprador de libros en una situación incómoda: no puede fiarse de los reseñistas (que lo elogian todo, o al menos, que no dicen toda la verdad sobre el producto), pero tampoco puede ir comprando libros al buen tun-tún.

Se suponía que las cosas iban a cambiar con la aparición de Internet, pero esto no fue así. Las pocas páginas regulares de crítica literaria, pronto asimilaron la ley tácita no escrita, se dieron cuenta de dos cosas:

a) si hablaban mal de un libro, la editorial, que se sentía ofendida (por ósmosis), dejaba de mandarles libros gratis

y b) los lectores pensaban que los que así criticaban a los libros, en realidad, criticaban a los autores de los libros (por envidia, claro).

Y esto segundo porque muchos de los reseñistas son autores noveles, en ciernes, o con intereses futuros en la industria editorial.

Así, al fin, la autocensura consiguió su propósito, pues que los reseñistas de las páginas de Internet adopten la misma conducta que los críticos de los medios asentados: o elogio o mera descripción de la trama de una novela, o nada en absoluto.

Y sanseacabó.

Con lo que hemos llegado en la industria del libro a una situación pareja con la de la política o el arte contemporáneo, donde «los criterios críticos son inexistentes, donde reina la arbitrariedad y donde muchas veces apenas se sabe de qué se está hablando» [3].

Todos sabemos que los editores nos mienten, que tratan de embaucarnos, que son unos impostores (igual que los políticos y los artistas contemporáneos que practican un arte «fácil»), pero, sin embargo, no hacemos nada al respecto.

Más aún: sentimos que no podemos hacer nada al respecto.

Entonces, los únicos críticos literarios verdaderos que existen son dos: los jefes de compras de las grandes cadenas (El Corte Inglés, Casa del Libro, Fnac, etc) y los que se encargan de gestionar las partidas para compra de libros de las bibliotecas públicas.

Pero nos olvidamos de algo, sí que se puede hacer algo al respecto:

no comprar libros.

La forma más concreta y práctica de ejercer la crítica literaria es esta:

dejar de comprar libros malos, esperar a que sea el tiempo, censura sí infalible, quien mantenga los buenos libros con vida, sea en las bibliotecas o en las grandes cadenas en su modalidad de libros de bolsillo, de precio mucho más barato y ajustado a su valor real, dicho sea de paso.

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[1] Daniel Borasteros en conversación con Marian y James Womack. Chéjov pasado por Cambridge. El País. 23-10-2010.

[2] Aurelio Major. El listillo. Blog de la revista Granta. 17-Octubre-2010 –aquí-.

[3] Miguel Á. Hernandez Navarro. Tiempo cero/experiencia cero: anotaciones sobre el arte de (h)ojear. Salon Kritik. 31-10-2010.

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