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La vida, instrucciones de uso

Primera Parte

1.

Hoy resultó ser un día canallescamente caluroso,

uno de los más terribles del verano. Día de caminar por la ciudad, de papeleo, de fotocopias

y

más que de pérdidas burocráticas, de perderme tonta y totalmente en la burocracia.

Como quien quedase atontado adentro de un remolino furioso.

Así hoy.

Y es que no conseguí solucionar nada de lo que me propuse

(y una de las gestiones reviste de cierta urgencia),

por lo que Á. me regaló un bañador y decidimos ir a la playa.

Nadé en el mediterráneo, y por las horas que allí estuve, fuera de la burocracia,

fui feliz.

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2.

A la vuelta

(después de haberme perdido de nuevo, ¡otra vez!, en los laberintos de la burocracia)

estaba agotado;

me di un ducha y con Á. vi uno de esos documentales de la segunda guerra mundial que tanto me gustan, el del convoy de los 927. Es triste. Sí, pero también da cuenta de la bravura, resistencia y aguante del ser humano.

Es un relato de los modos que toma la lucha por la supervivencia en el hombre.

Y ver eso, sí, a pesar de resultar algo frustrante y triste y descorazonador es bueno.

Puesto que ilustra y da coraje.

Y esto, justo ahora que Agosto anuncia su agonía al destacarse en su pico caluroso más alto,

resulta un perfecto lenitivo.

Porque vendrán tiempos peores,

y así uno encuentra regocijo ya en el inevitable correr,

como lo encuentra Lidia Damunt en sus canciones, a golpe bruto de guitarra acústica

y el mazazo de la harmónica y la voz divertida correteando estupenda por la melodía.

3.

Diría que hoy, pues, mi día fue de fracturas geométricas.

Y así

estaba echado yo en el sofá con Á, en silencio, dejando hablar a la vida, cuando sucedió la vida de la palabra,

buscando su propia supervivencia,

se manifestó de este modo:

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Segunda Parte

4.

Quien afirme que no hay alma

y que no duele más que el cuerpo se equivoca [1]

No sé por qué,

se me ocurrio intempestiva una pregunta para mí mismo:

«¿Qué es para ti una imagen de silencio?»

Y me contesté a mí mismo sin dudarlo:

«mi madre».

No sé ni de dónde salió la pregunta ni la respuesta.

Luego lo he estado pensando, y creo saber por qué: el vínculo.

Es decir,

estos días se hace evidente mi inevitable mudanza, y lo que meses atrás me producía una alegría tremebunda, aunque me la siga produciendo, por ser algo largamente deseado, se me está tiznando de una ingrata melancolía.

Supongo que por eso pensé en mi madre.

No me meteré en asuntos lacanianos, pero tiene que ver con ese lazo pre-verbal que apenas consigue existir en contados casos.

Lo que viene antes de la literatura.

Si consiguiésemos vivir de ese modo no necesitaríamos la escritura.

Por ello sucede que el enamoramiento no es bueno para el novelista. Simplemente sucede que el novelista, estando enamorado, no necesita la escritura.

Su felicidad le contenta.

Pienso en esto también porque llevo trabajando obcecosamente de forma intermitente y mental en mi nueva novela, y ésta no quiere pensar en mí.

Sencillamente no quiere.

Es cosa del amor, cómo no.

Cuya consecuencia es que, inevitablemente, hay que proceder a la tercera reescritura de la novela «Óscar».

Pero yo satisfecho, pensando en escribirla en otro momento, ya tendré tiempo, me digo,

porque estos días tengo mucho trabajo en disfrutar de las horas los minutos los segundos y las millonesimas de segundos.

5.

Más tarde, después de haber pensado en todo eso,

ya entrada la madrugada, preparé una entrevista para Calidoscopio que llevaba demorando algunos días.

Me sentí relajado y confundido al terminarla, habiendo puesto mis ideas en orden.

Aunque también es cierto que una sensación frustrante quiso hacerme llegar su mensaje.

Sentí que lo podía haber hecho mejor. Mucho mejor.

Y así lo intentaré cuando redacte el texto definitivamente, la próxima semana,tal vez, antes de que marchemos para París. Si me da tiempo.

Por el momento me siento muy bien dado que hacía mucho que no escribía para ninguna revista, y tenía muchas muchísimas ganas de hacerlo.

6.

Ahora

estaba escribiendo esto y, de repente, me quedé abobado, absorto y risueño mirando un corcho que hay en la pared, lleno de fotos.

Y ese complacido contento del rostro se tornó en agridulce pesar al descubrir la evidencia de la vida:

que las cosas van a ponerse difíciles a partir del próximo mes.

Pero pienso también que nuestra vida, las cosas buenas de nuestra vida, quiero decir, y estas son la literatura el amor y las madres tu novia y los hermanos los tíos y los primos y los abuelos y el rock and roll y los buenos amigos

pues se comportan de modo fractal, a pesar de las inconveniencias y la dificultad y todo lo que se les viene en su contra.

Pienso que todas las cosas buenas que han llegado hasta este exacto momento lo han hecho justamente por un motivo muy preciso,

porque las cosas buenas tienen vida propia e igual que cualquier ser humano luchan bravamente por su supervivecia.

Entonces, aliviado, me adentro en el baño a mojarme la cara,

pues agosto todavía golpea con su caluroso látigo arisco y en el espejo veo a un tipo con la cara enrojecida y los hombros quemados por el sol y el pecho vibrátil

y me digo: tú, eres tú.

Y una mueca

evidencia que la vida tiene extraños métodos para decirte que todo irá bien, que todo está bien.

Y me dan ganas de bailar.

Y bailo.

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[1] José Ángel Cilleruelo. «Al oeste de Varsovia». IV Premio Málaga de Novela. Fundación José Manuel Lara. Sevilla. 2009. [pág 25]

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