El chantaje emocional [como una forma de nostalgia]

Tenía yo por bueno que las amenazas sobre la inminencia de las garras del lobo feroz solían provenir de las facciones de la izquierda. Sin embargo, qué sorpresa al escuchar las declaraciones del otro día de Sarkozy, utilizando el mismo atávico (y grotesco) argumento de la izquierda –desde la derecha- para apelar a un mismo sentimiento: la amenaza del ¡cuidado que viene el lobo! Tales manifestaciones (repetidas insidiosamente en dos días sucesivos) del dirigente francés me hicieron caer en la cuenta de la paradoja a la que nos enfrentamos: tanto los individuos de uno como de otro lado (de la izquierda o de la derecha) son corderos para sí mismos, y lobos para los demás.

Esto que parece un asunto de fácil resolución (apelando al juicio ideológico que castiga al adversario, condenándolo moralmente) es, sin embargo, un poco más enrevesado y perverso. Y ello, por la razón de que tras de sí esconde el decir maligno del chantajista y la forzada (re)acomodación del pasado inmediato. Y lo interesante aquí es que el chantaje no se basa, como suele ser común en este procedimiento mezquino, en favores pasados, ni se argumentan devoluciones ineludibles o deudas imperdonables del honor, sino que lo que se reclama del simpatizante (pues, de momento, lo dejaremos en el terreno político) es que coadyuve en la creación de una nostalgia del pasado reciente y, así, consolide –por contraste- la posición ventajosa del candidato político que goza de sus simpatías ideológicas.

A ver, para que nos entendamos. Normalmente, siempre que la izquierda cometía los mayores desmanes y se veía abocada a un fracaso seguro en las urnas, esgrimía la amenaza de la venida de la derecha. Su argumento era burdo, torpe, casi infantil y chantajista. Venía a decir algo así como que “mal que os pese, tenemos que hacer frente común y no permitir que ellos ganen». Y, encima, se exigía que el voto de izquierda no se dispersase en varios partidos para que solo uno (quien solía esgrimir tales razones) quedase vencedor. Pero, al parecer, tal proceder pareció agotarse. Y, así, hemos pasado a un estadio nuevo -en lo que a chantajes se refiere. El paroxismo de tal excusa/chantaje llegó a un grado superlativo en las pasadas elecciones andaluzas cuando la número dos del PSOE, Elena Valenciano, se atrevió a decir que la derecha era una amenaza para la felicidad de la mujer andaluza (¡toma ya!). Así dijo de las mujeres andaluzas que si la derecha ganaba: «corre peligro su libertad, su autonomía, el camino emprendido y, finalmente, su felicidad» [1]. Sin entrar a considerar las implicaciones de tal funesto vaticinio, lo que me interesa aquí es que cómo procede esa dialéctica: por oposición. Así, si lo que antes aventaba la izquierda era un miedo genérico, inconcreto, basado en el amplio espectro de la pérdida de libertades (sociales y laborales) que traería la derecha, ahora entramos ya en el terreno de lo privado, y de lo abstracto. Así, afirmando que la preeminencia de un partido de derechas es una amenaza directa y frontal contra la felicidad de la mujer, se afirma igualmente que la mujer andaluza, con el partido socialista (que lleva gobernando desde hace treinta años en Andalucía) ha sido sumamente feliz. No ya libre, o con plenos derechos, con igualdad de trato, respeto y consideración laboral y salarial (es decir, cosas mesurables y objetivas), qué va, sino satisfecha y plena en su individualidad. Que un partido trate de arrostrarse la capacidad de control de tal esfera de la privacidad del individuo es, cuando menos, osado.

Llegados a este punto, toca al ciudadano honrado y juicioso alzar el dedo índice y señalar a los grupos de izquierda, y decir: No, no tienen derecho a hacer eso; son culpables de prevaricación sentimental. Al menos podríamos haberlo hecho hasta hace unos pocos días, antes de que el presidente de la república francesa (un hombre de derechas), ante la inminencia de unas elecciones que teme perder, se estirase sobre las alzas de sus zapatos y con su menudo dedo índice señalase al horizonte (o sea, indicando esa zona más abajo de los Pirineos llamada España) para amenazar: “si vienen los de izquierda aquí a Francia, nos pasará lo mismo que a ellos”. Será la ruina, millones de personas sin empleo, una economía paralizada y la amenaza segura de la intervención. Contra lo esgrimido por los socialistas, no podrá negársele a Sarkozy la concreción de su vaticinio, eso sí. Sin embargo, en el fondo, tanto unos como otros (políticos de izquierda y de derecha) persiguen el mismo objetivo: convertir el pasado inmediato en historia y, así, trasladar la nostalgia a un presente lato para, con ello, apelar a la sentimentalidad a él vinculada y, ¡zas!, ejercer el más burdo chantaje emocional.

Dicho en otras palabras: tanto la izquierda (en el caso de los gobernantes andaluces) como la derecha (en el caso de Sarkozy), deberían apuntar como argumento de autoridad el valor de su legado. Pero no. Por el contrario, tanto el uno como los otros, dirigiendo la mirada hacia el otro reverso invisible (su contrario), buscan la idealización fantasiosa del pasado reciente (sus burbujeantes actuaciones políticas que quedan en evanescencia). Así, si lo que han hecho los otros es tan funesto, por comparación, nos dicen, lo mío será bueno, o acaso mediocre, sí, pero mejor siempre; y, en cualquier caso, preferible a lo otro, que ya se ha dejado dicho que es terrible e insoportable (la derecha amenaza con la crisis económica y la izquierda con la infelicidad e insatisfacción personal). Con ello, contraponiéndome a la crisis (Sarkozy) mi programa político [cuyo contenido en este caso es lo de menos] mejora y se vuelve útil y deseable. Contraponiéndome a la represión de las libertades individuales (los socialistas andaluces), mi idea de lo público reverdece contra las políticas de austeridad y pérdida de logros sociales, y mejora. O sea, que enfocando al enemigo, trato de que los votantes (y no solo los votantes, pues los políticos, como ya se sabe, trabajan siempre para la posteridad), por contraposición, edulcoren lo hecho por mí, independientemente de su validez real en una escala objetiva de logros. Apelando al terror (y sirviéndome del chantaje emocional) consigo que se me vea tanto a mí como a mis propuestas (o a mi sola presencia) como algo provechoso para el país. En otras palabras, se busca borrar el pasado inmediato, cubriéndolo de una pátina idealizada -por neutra- (y ello gracias al acercamiento hacia otros pasados recientes funestos) y se intenta crear una suerte de nostalgia del presente. Como una goma de mascar, opaca y brillante, se estira el presente hacia el pasado (ya neutralizado a nuestro favor) y éste queda cubierto por una nube elástica que no deja ver al trasluz. Así, el individuo (el político), situándose en el centro de una escena apocalíptica, consigue con su sola presencia iluminar la oscuridad de esa imagen escatológica. Y como el ojo humano (y así igualmente funciona la memoria en la vigilia y el pensamiento), tiende el ciudadano  a concentrar su foco de atención en lo que le es grato. No olvida, empero, aunque sí lo deja sedimentado, aquello en lo que no desea profundizar, por sentirlo tenebroso y fatal. Y no porque no le asista el sentido de la supervivencia y no sea capaz de ver la amenaza explícita, sino más bien por la razón contraria: aparta de sí lo que teme, y le da nombre (un nombre inefable, eso sí), vapuleándolo, dejando que se vaya depositando en la lejanía de la historia, fingiendo que lo que sucedió ayer forma ya parte de una pasado remoto, inaccesible, que no guarda conexiones con el presente ya nostálgico. Así: huye de ello como de la peste.

El objetivo que –sirviéndose de tal táctica- se proponen los políticos, no se le escapará a nadie, es forzar al ciudadano a que vea la mediocridad que le ofrecen estos como mejor opción que el latrocinio y el caos que han ofrecido –y ofrecerán- los otros. Y que, en su elegir, los ciudadanos fabulen con un presente mejor del que en realidad es, por contraposición al latrocinio y el caos de los otros, y cubran este presente vacío con una nostalgia incierta, pero bien pegajosa y, por sobre todo, olvidadiza, claro.  Es decir, los representantes políticos juegan a que su figura quede vacía de significado para que los votantes la llenen con sus deseos (y que ya incrustados en el político se convertirán en virtudes); deseos que, por otra parte, no son tales, sino mera proyección positiva de valores de supervivencia y que son reacción natural e instintiva al miedo brutal con el que han sido chantajeados.

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[1] Valenciano (PSOE) advierte a las mujeres de que con la derecha «corre peligro» su libertad, autonomía y felicidad. Europa Press. 22-Marzo-2012.

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*Este texto ha sido publicado en el periódico Tercera Informaciónaquí– [13-04-2012]

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